A Pablo Antillano, in memoriam

El miércoles 6 de febrero pasado falleció en Caracas Pablo Antillano, entrañable compinche a quien muchas cosas debo, entre otras, estas líneas; las escribo cuando ha transcurrido una semana de su partida, para cumplir tardíamente con una asignatura pendiente, corriendo el riesgo de insistir en lo ya expresado por colegas y amigos sobre su brillante desempeño profesional y el pesar causado por su desaparición. Poco puedo agregar a los elogios a su fervoroso ejercicio del periodismo y su valiosa contribución a la cultura comunicacional (y la cultura en general) de la nación, con sobrias y emocionadas palabras por Tulio Hernández, Alonso Moleiro, Milagros Socorro, César Miguel Rondón, Óscar Hernández y Miro Popic; pero 50 años de amistad, de encuentros y desencuentros, no pueden despacharse con una parca esquela luctuosa. Por ello, estimo pertinente referirme, aunque sea a grandes rasgos, a un par de etapas del largo viaje hacia el presente, emprendido en 1968, el año más alucinante de la década de los sesenta del pasado siglo, cuando el cannabis y el LSD circulaban como si nada entre melenudos enchancletados que cantaban al amor, a la paz y al poder de las flores, y legiones de jóvenes iracundos y hartos de Lenin, ¡viva Marcuse!, cuestionaban al establishment y a su complaciente izquierda institucional, y repetían, cual se tratase de revelaciones trascendentes, las tautológicas simplezas del Libro Rojo de Mao.

Fue ese año, mágico y terrible, el de la primavera de Praga, el mayo francés y la masacre de Tlatelolco. Del asesinato de Martin Luther King y Robert Kennedy. Del rechazo planetario a la guerra de Vietnam y la llegada de Richard Nixon a la Presidencia de Estados Unidos. De tales turbulencias hablábamos Pablo, quien acababa de ingresar a la Escuela de Arquitectura, proveniente de la Universidad del Zulia, y yo, recién llegado de vagancias europeas, con ánimo de graduarme, en el cafetín de la facultad, donde entablamos conversación por casualidad y establecimos lazos de complicidad de por vida. Pronto, no sé cómo, me encontré redactando, para él, un guion sobre la intervención norteamericana en Indochina a ser presentado en el auditórium de la Facultad de Humanidades. Había nacido Agit prop, un grupete de agitadores y propagandistas, cuya finalidad era la creación, producción y presentación de espectáculos multimedia –teatro, diapositivas, cine, pintura, música–, especialmente en los barrios marginales de Caracas.

No quisiera abrumar a quien preste atención a lo aquí pergeñado con un inventario de nuestras creaciones y producciones. Hicimos teatro, cine, radio y televisión, mientras intentábamos vincularnos con medios de circulación nacional. La oportunidad se presentó, ¡calva y reluciente!, cuando Pedro Miranda, periodista chileno ligado a la IV Internacional trotskista, comenzó a dirigir Vea y Lea. Allí se conformó el equipo que daría origen a Reventón, revista quincenal cuyo impacto y significación, durante un régimen no muy respetuoso de la libertad de prensa, interesa a los efectos de la nota presente, pues, supuso cárcel o exilio para quienes participamos del proyecto y defendíamos el derecho de expresar nuestras ideas, apegados al espíritu y letra de la Constitución entonces vigente, la de 1961.

Reventón asombró por su narrativa y su presentación. Quizá la pertenencia al consejo de redacción de dos arquitectos, José Luis Garrido y quien escribe, y de Pablo mismo –varios semestres de esa carrera cursó y, además, creció en un entorno familiar vinculado de crítica y oficio a las artes plásticas–, facilitó el ayuntamiento de una estética explosiva y un lenguaje desenfadado: la diagramación y la escritura de cada número eran ejemplar manifiesto de ruptura con la cuadriculada composición gráfica y el fosilizado lenguaje informativo al uso. Reventón fue una actitud. Y ello no le hizo ninguna gracia ni al gobierno de Caldera ni al estamento castrense. Aún recuerdo las arrecheras del ministro de Defensa Martín García Villasmil y las congestionadas facciones del titular de Relaciones Interiores y candidato a la derrota Lorenzo Fernández, al tratar de justificar ante Sofía Ímber y Carlos Rangel la incautación del segundo número de la publicación, con mojigatos argumentos sobre la honorabilidad de las instituciones y la irreverencia visual y el atrevimiento verbal de los editores. El acoso fue feroz. Diez números después, un tribunal militar dictó auto de detención contra los integrantes el consejo de redacción, civiles en su totalidad.

Eleazar Díaz Rangel, Gustavo Aguirre, Gilberto Alcalá y otros directivos de la Asociación Venezolana de Periodistas aconsejaban ponerse a derecho. No les hicimos caso y tomamos las de Villadiego. Pablo y yo fuimos a parar a Chile tras varias semanas de viajar por tierra, de Maracaibo a Santiago, a través de Colombia, Ecuador y Perú. Lamento no tener registro de esas inolvidables andanzas, a lo largo de las cuales aprendí de Pablo que el nuestro era un continente más real y más maravilloso que todas las fabulaciones del realismo mágico. Que en los paisajes admirados, las situaciones vividas y las gentes tratadas durante ese azaroso trayecto se insinuaban historias capaces de ser transformadas en relatos de alto vuelo. Como la de un inmisericorde conductor que arrojó fuera de «SU» autobús, en un helado y oscuro paraje andino, a un pasajero ciego con su petate a cuestas, porque, dada su condición de invidente, creía estar exento, «por lógica elemental y compasiva», del pago de rigor. Y la de un ciclista semidesnudo arriando una vaca macilenta con un látigo, mientras cantaba “Una furtiva lágrima” y pedaleaba descalzo por la calle real de un caserío sin nombre; o la del vendedor apostado en las cercanías de un dispensario, que ofertaba «heces desparasitadas, sangre purificada y orina pasteurizada para que no le diagnostiquen males mayores… ¡Sí hay, meta la mano, lleve su caca sanita, su sangre rojita y sus meados traslúcidos y color pollito!» Y en el medio de la nada, un letrero: «Usted está aquí».

Durante medio siglo, aquellas aventuras y desventuras fueron articulación a perpetuidad con quien tengo una inmensa deuda de gratitud por haberme alentado a escribir cuando nos sobraba tiempo para perderlo, y el destierro no era diáspora ni éxodo, sino más bien turismo de izquierda, producto de la curiosidad suscitada por el protochavismo de Allende, Velasco Alvarado y Juan José Torres. No son hechos magnificados en el espejo retrovisor de los recuerdos, inflamados acaso por la desaparición del amigo, sino circunstancias y experiencias compartidas con el principal socio de mi empresa vital que someto a consideración del invisible lector como postrero homenaje a su memoria… a la de Pablo, naturalmente.

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