El alevoso asesinato cometido la semana pasada ha dejado una vez más estupefactos a quienes habitamos en el país y a quienes viven en el resto del mundo. Los detalles de la masacre cometida se fueron conociendo –a cuentagotas– desde el mismo comienzo. Inaudito silencio oficial para encubrir y distorsionar lo que había sido urdido fríamente: el ajusticiamiento aleccionador en contra de opositores rodeados,  rendidos y dispuestos a negociar su entrega. Habían solicitado la mediación del Ministerio Público y de periodistas como fórmula viable de que se les garantizaría la vida. La infame decisión de matarlos, urdida en las mentes de quienes dirigen el poder político, tuvo el único propósito de constreñir mediante amenazas y sin recato ni disimulo alguno a los opositores presentes y futuros. Es decir, atemorizar a más de 80% de los venezolanos que adversamos al totalitarismo. Maduro dixit: “…cada grupo que financie para traer el terrorismo le va a tocar el mismo destino…”. ¡Honor para Oscar Pérez y sus compañeros!

El peculiar terrorismo implementado por estos nuevos mártires no significó –en sus acciones más significativas– ningún tipo de acto sangriento. No se produjo en el vuelo del helicóptero sobre el TSJ. Ni sobre la sede del Ministerio del Interior. Tampoco en la toma del cuartel de la GN –sita los altos mirandinos– “… se derramó la sangre que cabe en un colibrí”.

Los venezolanos conocemos, por la historia vertida de manera verbal y escrita, variados actos cometidos por diversos gobernantes en contra de opositores. Los más emblemáticos que me vienen a la cabeza –en esta hora de tribulaciones, de dolor y de duelo– se refieren a los casos de los generales Matías Salazar y Antonio Paredes. Ambos fueron asesinados –una vez detenidos– por orden directa emanada de los generales Antonio Guzmán Blanco y Cipriano Castro, quienes ejercían la jefatura suprema del país. Tanto “el Ilustre americano”, como “el Cabito” profesaban especial ojeriza a estos dos opositores. Por ello consideraron conveniente  realizar el asesinato para precaver futuras situaciones similares. En Tinaquillo y en las riberas del Orinoco los ojos de las víctimas vieron por última vez la luz del día. Es bueno recordar que aquellas muertes no propiciaron en definitiva el objetivo del siniestro propósito –de amedrentar– que le sirvió de fundamento. Numerosos levantamientos acontecieron después en contra del denominado Liberalismo Amarillo de Guzmán y de sus sucedáneos, así como también en contra de los jefes de la llamada Revolución Liberal Restauradora de Castro y Juan Vicente Gómez.

Como estamos recordando someramente historias lejanas, mi imaginación plasmó hechos similares practicados por Pérez Jiménez, quien ordenó la “detención” en vida del cadáver de Leonardo Ruiz Pineda. Al capitán Wilfrido Omaña se le emboscó, también con alevosía, en una calle caraqueña y su cuerpo tuvo casi un centenar de perforaciones de bala. Antonio Pinto Salinas fue ametrallado esposado en un paraje oscuro de carretera. El criminal se autoprodujo herida rasante de bala en una pierna para simular un enfrentamiento armado. Este esbirro, luego, viajó expresamente a Barranquilla; y, a traición, abaleó al teniente León Droz Blanco (1). En los primeros tres casos (existen muchos otros) el jefe de la SN y el ministro del Interior adujeron que los policías habían respondido –en legítima defensa– el ataque de los terroristas.

Comenzando el siglo XXI la historia política de nuestro país ha variado poco. En relación con los métodos empleados para asesinar opositores y con las fabuladas explicaciones oficiales vertidas. Apenas ligeros cambios. En lo que va de este siglo y a comienzos del pasado la figura del terrorismo se ha expandido como método de lucha política. En el siglo XIX los generales Salazar y Paredes no fueron culpados ni adjetivados como terroristas. Bajo la dictadura perezjimenista se comenzó a utilizar el término para desprestigiar a los opositores de entonces. En algunos países europeos, asiáticos y africanos se dio comenzó a este tipo de lucha. La más emblemática –quizás– fue la practicada en Argelia para enfrentar el colonialismo francés. De allí emergieron hechos criminales indiscutibles, como la colocación de explosivos en algunos cafés, cines y otros espacios públicos, donde se generaron muchas muertes de inocentes de manera indiscriminada.

Lo cierto es que en la actualidad, y en el pasado no tan reciente, en el mundo suelen ocurrir algunos hechos terroristas. Estos pueden ser acometidos por organizaciones partidistas, o por personas. Pero, de igual modo, estos métodos han sido empleados –recurrentemente– por algunos gobiernos autoritarios; denominados y agrupados bajo el título de “violencia o terrorismo de Estado”. De manera particularísima ejercitado en regímenes comunistas, o de dictaduras totalitarias –tropicales o no– de carácter variopinto.

En la doctrina jurídica, y en ensayos, estudios o publicaciones de diversos géneros existen serios análisis de lo que se ha denominado violencia de Estado. El pasado 7 reproduje en mi blog (2) un ensayo que considero importante para concatenar y fijar, en un marco aleccionador, esta figura que tiene vital importancia para describirla, estudiarla y soslayarla como práctica  nociva. Recubierta por visos ciertos de ilegalidad a todas luces ilegítimos. El estudio en cuestión se denomina Violencia de Estado, de Víctor Vacas Mora. Este fenómeno ya reiterativo de conducta ilícita ejercida por parte del gobierno venezolano prosigue –dejando entreabierta la puerta para que se cometan acciones similares– sin pausa con la matanza realizada el pasado  lunes.

La legítima defensa es un bien preciado que posee toda persona. No tengo la menor duda de que emana del llamado derecho natural. Es de carácter irrenunciable y es perfectamente lícito emplearla en contra de personas  e instituciones de carácter público. El derecho más importante es el de la vida. Incluso por encima de la libertad. Aunque sería incongruente deslindar de manera autónoma el derecho a la vida con el pleno disfrute de la libertad personal y de conciencia. La correspondencia entre el medio y la agresión tiene por base el principio jurídicomoral en virtud del cual no se puede sacrificar un bien superior por defender uno inferior.

El desarrollo progresivo de las instituciones públicas viene dándose a pasos consistentes, aunque sin la aceleración deseada. Dentro de estas instituciones –las concernientes al área del derecho penal– se ha observado una actitud cosmopolita, si se quiere. El Juicio de Núremberg, en el que se juzgó (con condenas ejemplarizantes) la responsabilidad penal de los altos prebostes sobrevivientes del nazismo abrió la posibilidad insoslayable y la pertinencia de aplicar severamente la justicia penal internacional. Hace apenas veinte años se dio un paso muy importante con la creación de la Corte Penal Internacional. (3). Ahora –a pesar de las conocidas limitaciones– todo indica que aquellos actos  cometidos por personas en ejercicio de poder político se encuentran sujetos a la jurisdicción penal, independientemente de la competencia nacional. Ya existe jurisprudencia al respecto, como la emanada por la guerra civil en la antigua Yugoslavia.

Las retaliaciones –cualesquiera que fuesen– no podrán seguir ejerciéndose de manera pertinaz por parte del Poder Ejecutivo venezolano. La justicia penal ordinaria, una vez restituido el Estado de Derechojuzgará más temprano que tarde los hechos criminales cometidos por determinadas figuras del régimen totalitario que nos oprime. Los responsables (intelectuales y materiales) serán objeto de los respectivos procesos. Si por alguna circunstancia –en un supuesto negado– no fuese así, la justicia penal internacional deberá y seguramente actuará sin dilaciones.

Notas:

1.- Se trata del homicida Braulio Barreto. Pagó –con 20 años de cárcel– los dos asesinatos. Publicó luego dos libros en los que relata con lujo de detalles las felonías y demás delitos cometidos.

2 y 3, blog https://jravendanotimaurycheye.wordpress.com


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