“¿Será que esta vez sí saldremos de esto?”, preguntan ansiosamente muchos venezolanos. Esto me consta, pues he tenido amigos y familiares que, después de la alegría que les causa lo que está ocurriendo, se pellizcan y hacen la referida interrogación. La hacen anonadados y dubitativos, pero de fondo, en lo más profundo de su espíritu, conocen la verdad:

el régimen chavista se está cayendo.

Sé que la anterior aseveración parecerá extrema y precipitada para algunos lectores, más aún cuando se recuerda que han sido 20 años de ruina sostenida, pero la fórmula a la que se ha llegado para la remoción de la tiranía, única como todas las cosas venezolanas, es infalible. Esta es una que se presenta para muchos de nosotros como una gran sorpresa, algo sui generis o de su propio género, por cuanto no nos quedaba claro si la solución para el país era puramente doméstica o, en su defecto, completamente internacional.

En estas horas, hemos podido comprobar que, de alguna forma u otra, muchos estábamos equivocados. La salvación de Venezuela es multifactorial y depende de tres elementos en paralelo: 1. La institucionalidad democrática; 2. El pueblo venezolano y 3. La comunidad internacional y, en específico, la cruzada dirigida por Estados Unidos de América. Lo curioso de esto es que si recordamos al año 2018, esas piezas fundamentales las dábamos por pérdidas o anuladas.

Si recordamos bien, hace nada la Asamblea Nacional, por razones más que válidas, estaba sumida en el olvido; el pueblo yacía aparentemente derrotado y la comunidad internacional no parecía tener la capacidad de cometer acciones sustanciales. Sin embargo, literalmente, de la noche a la mañana absolutamente todo cambió. De repente, sin que lo pensáramos mucho, nos encontramos en el medio de una historia épica, en la que las fuerzas del autoritarismo tienen a sus claros representantes, Nicolás Maduro Moros y su combo, y los poderes occidentales tienen a los suyos, el presidente encargado Juan Guaidó y a la oposición en su forma más amplia.

Luego de los eventos transcendentales del mes de enero (5, 10 y 23), es cuando hemos tenido la fortuna de presenciar un milagro. De veras pienso que lo que ha transcurrido no puede catalogarse de ninguna otra manera. Mirémonos, mirémonos ahora. Si contrastamos lo que fue 2018 con lo que apenas llevamos del 2019, sabremos que eso es así. La diferencia es la misma que aquella entre la noche y la mañana, la vida y la muerte.

Hemos pasado de estar cubiertos por la más profunda penumbra a estar erguidos con la luz sobre nuestra frente. La razón de ello es que por fin, luego de tantos años, estamos viendo los efectos de hacer la diferencia. Cuando se está acostumbrado a las mismas actividades y a la misma secuencia de eventos, uno nunca verá lo que se es realmente capaz de hacer. En tal sentido, pienso que la diferencia ha estado viniendo de los venezolanos en pleno, piénsese en la juramentación del presidente Guaidó, la reorientación del Parlamento y la reactivación de un pueblo que resultó ser indoblegable; y de una administración estadounidense que está liderando los esfuerzos definitivos para desplazar la tiranía.

A pesar de que todavía no se ha logrado la consolidación definitiva del gobierno de transición, puede decirse, sin lugar a dudas, que la Venezuela del año 2019 no es la misma que la de otros años. De hecho, por primera vez en décadas, somos nosotros, los demócratas y la sociedad civil, los que estamos a la ofensiva contra el régimen y le hacemos cometer errores. Podemos hacerlo porque tenemos detrás de nosotros, mediante las figuras del presidente Guaidó y la Asamblea Nacional, un respaldo internacional tangible que amenaza con precipitar más aún la caída de la desgracia.

En este punto del juego se acabó la tibieza y se acabaron los escondites. En esta conjetura, para los venezolanos y para el mundo solo se puede estar en uno de dos lados. O se está con la libertad y la reconstrucción de Venezuela, o se está con el oprobio y los delitos de lesa humanidad de la tiranía chavista. Así de claro. Así de sencillo.

Estamos cercanos al momento de la gran definición de nuestro destino y este ya ha sido configurado. Nosotros morimos ya una vez, por cuanto no es secreto que perdimos nuestra democracia y nuestra identidad, pero en esta ocasión, después de la resurrección de nuestro pueblo, el camino es hacia la nueva vida, la nueva República y, en definitiva, la prosperidad que siempre hemos merecido.


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