A los fallidos intentos de golpe de Estado de 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992, le han seguido muchos otros, pero bajo una peculiaridad propia del chavismo y del madurismo: son golpes dados desde el propio poder, con la finalidad de liquidar la Constitución aprobada por el pueblo en 1999, aumentar sus controles sobre las instituciones y la sociedad, requisitos necesarios para permanecer en el poder de forma ilimitada. Me referiré a continuación a los tres más recientes.

El primero de ellos fue cometido a finales de 2016, cuando una operación del Ejecutivo y los despachos bajo su control, el Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral, impidieron la realización del referéndum revocatorio, cuyo resultado era previsible para el mundo entero: Maduro sería derrotado y tendría que salir del poder. La privación del más relevante derecho de toda democracia constituyó en lo técnico, en lo político y en lo legal, un golpe de Estado, es decir, un golpe a la Constitución de 1999, al que contribuyeron los que entonces promovieron un falso diálogo.

Le siguió el correspondiente al 29 de marzo de 2017, cuando el Tribunal Supremo de Justicia, en una decisión que provocó el rechazo unánime y categórico de las instituciones dentro y fuera de Venezuela, se hizo de las funciones correspondientes a la Asamblea Nacional, con la excusa torpe e irrelevante de que esa institución había incurrido en desacato. La acción del TSJ, además de liquidar un poder autónomo, legítimo y vigente, el de la Asamblea Nacional, ejecutó un nuevo golpe a la Constitución de 1999, puesto que vulneró uno de sus principios fundamentales, el de la separación de los poderes. Luisa Ortega Díaz, entonces al frente de uno de los poderes públicos, la Fiscalía General de la República, lo denunció con palabras inequívocas: la decisión del TSJ representaba “una ruptura del orden constitucional”.

Pero esto no terminó ahí: ese golpe de Estado incluyó un capítulo más. Me refiero al inicio de la persecución de Maduro a Luisa Ortega Díaz, a miembros de su equipo, y a la destrucción de la Fiscalía General de la República que existía hasta ese momento, sobre la que se ha improvisado una al mando de un cómplice del régimen, quien, por cierto, acaba de justificar nada menos que la ejecución sumaria de Oscar Pérez y de otras personas. Quiero decir con esto que el golpe de Estado del 29 de marzo de 2017 fue en contra de la Asamblea Nacional y de la Fiscalía General de la República y, lo repito, a la Constitución de 1999.

El tercer golpe de Estado se cumplió en tres pasos: el 1 de mayo de 2017 –apenas un mes después de consumado el anterior golpe de Estado– Maduro ordenó al CNE convocar a una elección para elegir a los supuestos constituyentes. Esta convocatoria violó la Constitución. El 30 de julio de 2017 se hizo la elección, proceso fraudulento, cuyo procesamiento legal está pendiente. El 4 de agosto se instaló la llamada asamblea nacional constituyente. ¿Y qué se instaló? La estructura más aberrante, ilegal, ilegítima y fraudulenta que haya conocido Venezuela, desde la muerte de Juan Vicente Gómez, en 1935.

La estrategia en curso es la de legitimar la ANC a la fuerza. Imponerla por todos los medios posibles. Mientras destruye la Constitución de 1999, emite órdenes para las que carece de atribuciones. Impone obediencia, y no tiene facultades para ello. Se trata, ni más ni menos, de una estructura que no debería existir. Un parapeto que carece de legalidad y de legitimidad. Y, para más señas, fraudulento, producto de un delito electoral gravísimo, tal como fue denunciado por los propietarios de la empresa Smartmatic.

Quienquiera que tome el poder en Venezuela, una vez que el régimen actual sea desplazado, tiene un conjunto de tareas que son de la mayor prioridad. Unas son las de atender las emergencias cotidianas: el auge del hambre, de la enfermedad, el apogeo de la delincuencia y la escasez de absolutamente todo. La otra urgencia, de carácter legal, institucional y político, es la restitución inmediata de la Constitución de 1999. Nadie puede olvidar que ella fue convocada en una consulta popular, y que fue aprobada por el pueblo en otra consulta. La nueva etapa política que debe iniciarse en Venezuela en lo inmediato tiene en la Constitución de 1999 su más legítima, necesaria y única referencia. Y, aunque el poder quiera olvidarlo: está vigente. Más vigente que nunca.


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