El término resiliencia proviene del latín «resilio» que significa regresarse de un salto o rebotar y fue adaptado al uso en psicología y otras ciencias sociales para referirse a las personas y organizaciones que, a pesar de sufrir situaciones difíciles y estresantes, no se ven afectadas por ellas, al menos funcionalmente.

Hay versiones que ubican el término procedente de la ingeniería de materiales. En tal campo del conocimiento humano, la resiliencia se define como la capacidad de memoria de un material para recuperarse de una deformación elástica, producto de un esfuerzo externo. Cuando la deformación excede el umbral elástico se habla entonces de tenacidad o la capacidad de deformarse hasta la rotura. Dado que estos conceptos posibilitaron los trabajos de Georges Charpy con su famosa prueba para cuantificar la tenacidad de un material, prueba que data de 1905, es posible ubicar este antecedente en, como mínimo, hace 112 años. También es posible encontrar referencias de uso del término que datan desde hace 44 años, en estudios con adultos esquizofrénicos (Garmezy, N. (1973), «Competence and adaptation in adult schizophrenic patients and children at risk»).

Indagando más atrás en el tiempo y desde la perspectiva de la mecánica newtoniana, el término es perfectamente equivalente al de equilibrio estable: es la capacidad que tiene un cuerpo para regresar a su posición inicial de equilibrio cuando desaparece la fuerza externa causante del desequilibrio. Desde tal punto de vista, los antecedentes de la resiliencia se ubican en hace más de 330 años.

Otro antecedente importante de la resiliencia se ubica en el famoso trabajo de Charles Darwin (“The Origin of Species by means of natural selection or the preservation of favoured races in the struggling for life”, 1859). La adaptación o la teoría de la supervivencia del más apto es una capacidad del individuo para asimilar los cambios del entorno y acomodarse o ajustarse correspondientemente con el paso del tiempo. Un resumen de lo que significa la adaptación lo tenemos en el famoso cuento de la Caperucita Roja:

—Abuela, ¿por qué tienes esas orejas tan grandes?

—Para escucharte mejor, hijita.

—Abuela, ¿por qué tienes esos ojos tan grandes?

—Para verte mejor, hijita.

—Abuela, ¿por qué tienes esas manos tan grandes?

—Para acariciarte mejor, hijita.

—Abuela, por qué tienes esas piernas tan grandes?

—Para correr mejor, hijita.

—Abuela, ¡por qué tienes esos dientes tan grandes?

—¡Para comerte mejor!

Quizá uno de los más conocidos estudios sobre la aplicación de la resiliencia a las personas y organizaciones es el de Kathleen Sutcliffe y Timothy Vogus (Organizing for Resilience, 2003). Estos autores ubican la resiliencia en el campo de la teoría organizacional, como un proceso adaptativo: el conjunto de ajustes positivos ante condiciones amenazantes o retadoras.

Ahora bien, hay un concepto que se ubica más allá de la resiliencia y que no está siendo enseñado todavía en nuestras escuelas de administración: la antifragilidad. El concepto es de aparición relativamente reciente, data de hace 5 años. Stephen Covey («The Seven Habits of Highly Effective People», 1989) afirmaba que la “interdependencia es un valor más alto que la independencia” y si estuviera todavía con nosotros diría perfectamente: la antifragilidad es un valor más alto que la resiliencia.

El concepto pertenece a Nassim Nicholas Taleb y se encuentra plasmado en su libro Antifragile: Things That Gain From Disorder (Random House (US) and Penguin Books (UK), 2012) y resulta útil incluso para explicar la decadencia del cada vez más frágil populismo chavista, fragilidad que está siendo acelerada por las decisiones del TSJ.

De tal conjetura les hablaré en el próximo artículo.

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