¿Qué es el tiempo? A esta interrogante, san Agustín respondía: “Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si tuviese que explicárselo a alguien, no sabría cómo hacerlo”. A juicio de Pitágoras, Plutarco dixit, el tiempo era el alma del mundo. A quien es conducido al cadalso, el tiempo, se especula, le amplifica la memoria y antes de saldar con la muerte sus deudas con la vida, ve transcurrir ante sus ojos y en fast motion su existencia toda. Es posible, pero improbable: llegado el momento del ahorcamiento, la decapitación, el fusilamiento o la electrocución –los 4 más ordinarios y eficaces métodos de ejecución ideados por la (in)justicia humana o (in)humana justicia–, el condenado recapitularía nuevamente su aventura vital, y, de esta suerte, viviría en un instante infinitas veces. Semejante paradoja probaría la relatividad del tiempo, mas solo el alma en pena de un ajusticiado podría certificar su verosimilitud; apelemos, pues, al sueño, esa “segunda vida” exaltada por Gérard de Nerval, donde “se desprenden de las sombras de la noche pálidas figuras gravemente inmóviles” y todo ocurre en un santiamén, confirmando la flexibilidad de la cuarta dimensión. 

“Cinco minutos bastan para soñar toda una vida. Así de relativo es el tiempo”, afirmó el poeta uruguayo Mario Benedetti. Otro sureño, Jorge Luis Borges, ensayó una erudita y hermosa refutación del tiempo –“débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica”– y cuestionó su homogeneidad: “Si el tiempo es un proceso mental, ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aun dos hombres distintos”. Albert Einstein, distanciado del hermético lenguaje de la física teórica y sus complejidades matemáticas, explicaba a los legos, con asombrosa sencillez, la noción de relatividad: “Una hora sentado con una chica guapa en el banco de un parque pasa como un minuto, pero un minuto sentado sobre una estufa caliente parece una hora”.

El tiempo también depende de las circunstancias y el observador. Entre el 24 de noviembre de 1948 –derrocamiento de Rómulo Gallegos– y el 2 diciembre de 1952 –consumación de un fraude mayúsculo para entronizar en Miraflores al entonces teniente coronel Marcos Pérez e instaurar  el   Nuevo Ideal Nacional, desconociendo la voluntad popular  expresada en las urnas 48 horas antes –mediaron  4 años y algunos días; sin embargo, para lamentar o festejar esos episodios del novelón republicano, dignos de figurar en negritas y bastardillas en una historia de la infamia militar de Venezuela, solo se necesitan  6 días. Han transcurrido 2 décadas de bolivarización chavomadurista, una minucia si se les compara con los 60 años del castrocomunismo cubano, pero una eternidad para nosotros. Es lógico. Con la revolución bonita y armada regresamos al siglo XIX. Que el tiempo pasase volando –como proclamaba su publicidad– en los aviones de la desaparecida Venezolana Internacional de Aviación (Viasa) o avance con mayor lentitud en un reloj en movimiento respecto a uno detenido, tal verificaron científicos alemanes bajo la dirección del premio Nobel Theodor Hänsch, director del Instituto Max Planck,  a objeto de  demostrar  los postulados de Einstein, tiene sin cuidado a quienes adquieren relojes a precios prohibitivos, no con helvético ánimo de precisar si el tiempo marcha a razón de 3.600 segundos por hora, sino de exhibir lujos arrebatados a sudores ajenos.

Imagino al teniente Alejandro Andrade, alias el Tuerto, luciendo en su zurda muñeca, y dependiendo de la ocasión, un Patek Phillippe Grandmaster Chime valorado en 2.200.000 dólares o un Hublot Big Bang (5.000.000 de dólares), dos de las más vistosas piezas de su ostentosa y obscena colección de relojes de pulsera, mientras contempla extasiado la foto de su hijo Emanuel, con la Tour Eiffel al fondo, superando un obstáculo en una competencia de equitación, a lomos de uno de sus costosos caballos. La imagen, elocuente como un millar de palabras, fue publicada por The New York Times en un reportaje sobre las peripecias del teniente virolo, ya preso por lavado de dinero (Jets, horses and bribes: how a venezuelan official became a billionaire as his country crumbled). La montura quizá se llame Hardrock Z o Bon Jovi: los Andrade eran conocidos en Florida por su costosa cuadra, pero también por los caprichosos nombres de sus ejemplares.

Andrade es apenas uno más de la patota revolucionaria enriquecida con dineros públicos. Chávez, para compensarle por un ojo perdido jugando chapitas, lo nombró tesorero de la nación y, ahí mesmeto, puso el ojo sano donde había.  Es el paradigma de la corrupción al uso, modelo calcado por quienes, hecho el mandado, compran palacetes, cabalgaduras y joyas sin importarles un comino que los Jaeger-LeCoultre, Vacheron-Constantin, Rolex o Cartier delaten su condición de patas en el suelo devenidos en ricos de doloso cuño. Los relojes no tienen la culpa, tampoco los caballos. A Napoleón le fascinaban tanto los equinos cuanto el arte de medir el tiempo. Tuvo 129 corceles para su uso personal y frecuentaba a Abraham Luis Breguet, artífice del Grande Complication Marie Antoniette –reloj de bolsillo tasado en 30 millones de euros, que la infortunada Habsburgo-Lorena nunca pudo consultar, ¡le faltó cabeza!–, a quien el corso encargó al menos tres artilugios “particularmente representativos de su producción”. El establecimiento de Monsieur Breguet, localizado, ¡claro!, en el Quai de l’Horloge fue probablemente visitado por el joven Bolívar durante su estancia en París. Llegó con puntualidad cronométrica, el 2 de diciembre de 1804, a la catedral de Notre Dame para ver al general Bonaparte coronarse emperador en presencia de Pío VII. Dos siglos y pico después continuamos viendo al Libertador en un caballo blanco, émulo de le Petit Caporal en Borodino; sí, con la venia de MOS y la high del Guarataro, en un White Horse, como el whisky bebido en vaca y de casualidad una cuaresma por algún pelabolas rojo antes de vestir etiqueta negra y abrir su enorme Buchanan’s para exigir ¡18 años!

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