Llevo años sin reír sanamente, al menos veinte, desde que comenzó Hugo Chávez a utilizar Pdvsa como su caja chica y soltar vulgaridades por esa boca hasta maldecir desde sus entrañas al pueblo de Israel, a sentir que el cáncer se activaba justamente en esas entrañas, suplicaba por igual a las ánimas de las sabanas, a los brujos de Cuba y al Cristo de La Grita para que lo protegiesen y terminó entregándose como perro faldero a los cubanos en lugar de ir a Houston y gastarse en un buen tratamiento algunos dólares escamoteados a los venezolanos que desde entonces hemos tenido que soportar sin alegría las tropelías de Nicolás Maduro cada vez que multiplica los penes. Reír es asunto serio, lo dijo el filósofo francés Henri Bergson autor de un célebre ensayo sobre la risa, cuando disertaba sobre las peripecias de la comedia. Pero no ríen las ciudades venezolanas. El país dejó de hacerlo, consternado, afligido. Nadie ríe mientras busca alimentos básicos inexistentes en los abastos o supermercados. No es de esperar que alguien ría mientras rebusca algo de comer en las basuras. Tampoco ríe Nicolás Maduro cuando el periodista intenta mostrarle un video alusivo. Por el contrario, se ofusca y manda a poner preso al traidor. Todos desaprobamos la conducta de los mandatarios bolivarianos porque descubrimos, hace tiempo, que lejos de ser políticos de oficio son delincuentes de profesión. Es posible que los políticos nos hagan reír con algunas trastadas, pero los delincuentes jamás podrán hacerlo puesto que sus fechorías solo merecen rechazo, cárcel y castigo. Nunca se ha visto a un juez dictar sentencia con una risita asomada en los labios. Pronuncia su sentencia, da un sonoro martillazo contra el estrado y se levanta y abandona el tribunal para atender a tiempo los 18 hoyos de golf que lo esperan. Me burlo de la retórica política, pero me crispa escuchar que el culpable del catastrófico apagón es el senador Marco Rubio, es decir, el imperialismo. Me río porque es ridículo llamar imperialista a Nicolás Maduro y al verdadero responsable del apagón que recibió 14 millones de dólares para atender los asuntos eléctricos y no pudo evitar el desastre por falta de mantenimiento. No mueve a risa mentir tan descaradamente.

¡Ríen las hienas que entran y salen de Miraflores o de los cuarteles! Pero los niños venezolanos no pudieron reír en las Navidades. Fueron muchos los que no recibieron regalos. San Nicolás o el Niño Jesús no aparecieron esa noche para dejar sus regalos bajo el arbolito que tiene más bolas que los militares que apoyan al colombiano. Yo mismo tuve que prescindir del pino. Gasté lo que costaba en dos paquetes de harina PAN y uno de azúcar. Lo disfrutaron los niños venezolanos que se encuentran en Colombia. La Alcaldía de Barranquilla, me dicen, se ocupó de ellos y los festejó.

A veces cuando reímos algunas ocurrencias o despropósitos de Maduro o de sus cómplices lo hacemos con la intención de humillarlos, de hacerles ver lo desasistidos que se encuentran tronando desde el poder y para que constaten la miseria de espíritu que los condena a ser su propia negación.

Al burlarnos de Maduro y reírnos de sus disparatados comentarios (“¡publicaremos 1 millón de libro y libras!”) la sociedad lo está castigando, lo está acusando de necio e idiota.

Al reír, contraemos los músculos faciales, pero sentimos que aliviamos la tensión o el malestar que nos produjeron las necias palabras del déspota. Pero ya no me río. Es tan desdichada la vida venezolana, tan prolongado el oprobio que la risa desertó. Nada ocurre en este régimen que produzca alegría. Cada medida que toman sus ineptos mandatarios es para obstaculizar, dificultarnos la existencia. No hay caminos libres, expeditos para encauzar nuestras actividades. En años, jamás hemos escuchado una palabra de disculpa por las graves fallas y omisiones. Los apagones, lo hemos visto, no los causan la negligencia ni la rapiña, sino el imperialismo. La ayuda humanitaria es un arma imperial para envenenarnos o para ocultar armas que permitan sublevaciones. Nadie en el régimen es culpable; lo somos nosotros, la oposición. ¡Somos tristes masoquistas empedernidos!

Nos extasiamos atormentándonos con los suplicios que perpetramos en la Tumba, en Ramo Verde o con los pranes carcelarios y los colectivos gangsteriles armados por nosotros mismos para que nos asesinen en la calle.

Hugo Chávez nos acusó todo el tiempo de ser culpables de sus propios desórdenes y rapacidades. Maduro, de sus deshonestos aspavientos. El resto lo componen forajidos orgullosos de sus perversidades y asaltos al tesoro público. ¿Ideología? ¡Por favor! No existe ninguna propuesta, ninguna idea válida en el socialismo del siglo XXI. Quienes sostienen que la catástrofe se asienta sobre una roca ideológica no son políticos sino delincuentes que se ríen de nosotros no con el humor airoso y democrático que mueve nuestras poderosas manifestaciones de calle, sino con la risa de hienas que se escucha en las vecindades bolivarianas.

¡No reímos, tampoco lloramos! Simplemente, sentimos que nos encontramos en una recta final, cerca de la salida del laberinto. Estamos a la expectativa de que algo va a ocurrir favorablemente para que recuperemos la risa que decidió ausentarse de nuestras vidas. Ha surgido un nuevo líder, una nueva voz llamada Juan Guaidó. Todas las miradas, incluidas las del régimen, en primerísimo primer plano, están depositadas en él. Le tocará negociar. Darnos motivos y ocasión para reír. Yo estoy dispuesto a ayudar con mis palabras. ¡Es lo que sé hacer!

¡Amanecerá y veremos!


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