La ansiedad que en buena medida acapara el ánimo del venezolano de nuestros días, viene estimulando actitudes diversas que van desde la hostilidad manifiesta entre los que adoptan posturas encontradas, hasta el sentimiento de resignación impotente de quienes se muestran frustrados ante el –aparentemente– inabordable secuestro de que han sido objeto las instituciones democráticas. Destacan igualmente los que asumen el reto de la lucha política y enfrentan decididamente al régimen gobernante, algunos ya en prisión o en el exilio, otros públicamente expuestos a chantajes, persecuciones y amenazas.

Muchos coterráneos han tomado el camino del autoexilio, del cierre definitivo de actividades productivas, en tanto que otros conforman suplicantes hordas de desplazados, un hecho inaceptable e inédito en nuestra historia republicana. Los agentes económicos se desdoblan en amagos de supervivencia, acuden resignados a reuniones convocadas para la discusión de temas tan inauditos como las llamadas “estructuras de costos” o los inviables “motores para el desarrollo productivo”; igualmente, admiten con disimulo las políticas públicas desacertadas del gobierno en funciones, mientras apenas logran mantenerse “a flote” en su cada vez más desalentada actividad empresarial.

No podemos obviar en este somero recuento ni a los tránsfugas de la política activa –los opositores “tarifados”– ni a los inventos de empresarios, a quienes jocosamente se les llama “enchufados” “bolichicos” o “boliburgueses”; en ambos casos, estamos ante los despojos de una identidad sumida en el descrédito, que tarde o temprano enfrentará el juicio inexorable de los hombres y de la historia.  Y los que no se rinden ante la adversidad ni claudican en sus principios y valores, aquellos que siguen al frente de sus empresas y puestos de trabajo, son tan respetables como quienes honradamente escogieron rumbos alternativos, más allá de las fronteras territoriales. Comprender y aceptar esto último, será parte esencial del proceso de reconciliación nacional que nos es dado impulsar.

El desquiciamiento de las fuerzas vivas venezolanas, de sus medios, de sus fines y posibilidades, no es novedad si lo observamos en perspectiva histórica. De muy atrás nos viene esa carencia de iniciativas robustas, honestas y sobre todo encaminadas a la solución de problemas comunes a la sociedad nacional. Las facciones han marcado sus territorios, sus tendencias y aspiraciones, dejando muchas veces a un lado todo sentido de solidaridad social y de interés nacional.  Contiendas armadas, intereses creados, choques de personalidades, individualismos y vanidades fraguan episodios y períodos históricos que no podemos desconocer; acercarse a ellos de manera objetiva y con espíritu crítico, es indispensable para comprender nuestro carácter de pueblo. Y el poder público siempre ha tenido sus complacencias; aquí tampoco hay novedad. Naturalmente, hay excepciones, esto es, actitudes y momentos esperanzadores que desafortunadamente no lograron vencer el desdén, el oportunismo artero y la cómplice complacencia de muchos.

La visión pragmática de productores primarios, de hombres de la industria, del comercio y de las finanzas, no encuentra soluciones concretas a las contradicciones que asedian y obstruyen la vida económica del país. Cada quien cuida lo suyo –así es nuestra naturaleza humana–, mientras colapsa la sostenibilidad del aparato productivo nacional. Hemos vivido los estragos del socialismo del siglo XXI, un remedo que recoge muchos de los fallidos conceptos acuñados y defendidos por ideólogos y líderes de los partidos de masas que, exceptuando el intervalo de los gobiernos militares, dominaron la escena política a partir de 1945. El desastre que nos envuelve como nación indica que ha llegado el momento de prescindir de un debate ideológico que no conduce a nada trascendente.

Son muchos los empresarios que todavía añoran las políticas proteccionistas y los subsidios. También los dirigentes políticos de oposición sucumben a las tentaciones del populismo de izquierdas, a sus ideas y propuestas inviables. No son capaces de identificar ni de promover alternativas para un gobierno verdaderamente eficaz, despojado de doctrinas innecesarias; tampoco aprenden de la experiencia acumulada en los últimos cien años, no solo en Venezuela, sino en otras naciones. Algunos hablan de “socialismo de avanzada” para diferenciarse de los malogrados regímenes políticos que arruinaron sociedades y generaciones enteras.

Como en todo, hay excepciones en la dirigencia política y empresarial que sin embargo no logran prevalecer; ello demuestra la necesidad imperiosa del consenso entre factores inteligentes y sobre todo conscientes de nuestras realidades y posibilidades.

La rehabilitación de Venezuela será una tarea gigantesca que debe involucrarnos a todos, sin banderías sectarias ni apego riguroso a intereses perecederos. Tenemos que dedicar todo el tiempo, energía y facultades disponibles al problema de la recuperación nacional, comenzando por hallar una solución idónea a la gravísima situación económica que atraviesa el país. Y es que de seguir como vamos en materia económica, bajo nociones y modelos obsoletos, no solo prevalecerá el despilfarro de ingentes recursos humanos y materiales, sino aseguraremos el fracaso de toda tentativa que busque el saneamiento político y administrativo de la República.

No se trata únicamente de gestionar la crisis de gobernabilidad que nos agobia; lo económico debe encontrar un cauce novedoso, razonable, realizable.

Es imperdonable para nosotros como generación que en nuestro tiempo se haya producido el éxodo de venezolanos carentes de lo mínimo necesario para sobrevivir dignamente. Recordemos con Joaquín Gabaldón Márquez que “solo en sociedades de carácter ascético pueden coexistir la virtud y la miseria”; ese no es nuestro caso. Asumamos, pues, el desafío de recuperar la confianza de los ciudadanos y la credibilidad en el país y sus oportunidades.


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