No por sustraerme de condenar las nefastas situaciones que estamos padeciendo en Venezuela, bajo un régimen brutal empeñado en acabar con toda forma de existencia y dignidad humana; sino porque estando de viaje fuera y lejos de la misma, no deseo perder aspectos fundamentales y apreciables del lugar en que me encuentre. 

En esta oportunidad me referiré a Chile, donde estoy, acerca del cual he escrito artículos y hasta un libro, siempre identificado con la causa de su pueblo, siempre con profundo amor. Unas veces lo he definido como tierra  de poetas laureados que en una generación le dio al mundo dos Premios Nobel de Literatura; o bien me he referido a él como país de irrestricta  tolerancia cultural, religiosa e ideológica; o me he detenido en la exaltación de sus bellezas naturales; o me he dedicado a la apreciación de sus artes plásticas, su admirable teatro y sus letras; o con la mano en el pecho, del lado del corazón, suelo invocarlo como el escenario de varias de mis vivencias más llenas de sentido. La mayoría de las veces mi tema y mi preocupación central lo han sido su vida política y su destino, porque el amor mío no es contemplativo sino entrañable, como opción voluntaria de entrega.

¿Por qué vuelvo a hacer de éste mi tema de hoy? Porque por sí sola, como buena conocedora de mis sentimientos, la memoria ha traído a mí y me hace presentes tales recuerdos, cual parte de un feliz reencuentro. Vuelve a mí Pablo Neruda al viajar de su Embajada en Francia a celebrar en Santiago con su pueblo el recién recibido Premio Nobel 1972, y yo presente en la plaza junto a ellos; como junto al decano Alfredo Jadresic, entonces recién electo para presidir la Facultad de Medicina, innovador universitario, quien me  invitó a organizar los Cursos Básicos de la Sede Sur de dicha institución; hecho prisionero por los fascistas fue llevado detenido al Estadio Nacional, hasta entonces amado escenario deportivo y después temible prisión y centro de tortura;  autor del extraordinario libro Historia de Chile en la vida de un médico (Editorial Catalonia, 2007).  En aquellos años previos era grato ver las concentraciones populares con participación de Violeta Parra, Víctor Jara y otros músicos y cantantes   

Camino ahora de cumplirse 45 años de aquella aciaga circunstancia en la que el presidente constitucional Salvador Allende tenía como primer compromiso la inauguración en la Universidad Técnica del Estado, de una exposición antifascista titulada Por la vida siempre; sin embargo, lo que la historia habría de registrar ese día serían hechos trágicamente diferentes a los que se anunciaban en la agenda presidencial: en la mañana la gente de Santiago presenció estupefacta  el bombardeo del Palacio de La Moneda y el ataque despiadado por aire y tierra a numerosos barrios populares, y al anochecer, el cuerpo ametrallado del presidente, envuelto en una frazada ensangrentada  era sacado del palacio por una puerta lateral. Ello fue seguido y acompañado de persecución popular y represión con tortura y asesinatos, allanamiento de hogares y la dolorosamente impactante presencia de cadáveres humanos flotando en el río Mapocho.

Al precio de grandes sacrificios Chile enfrentó con valentía la dictadura desde el mismo día del golpe, diseñando distintas formas de lucha ajustadas a la magnitud del poderío represivo militar, hasta volver a ser en su retorno a la democracia una patria plenamente libre, digna de la más absoluta admiración, como en efecto lo es. Siempre me referí a Chile y nunca   dejaré de hacerlo, llamándolo como en los bellos versos nerudianos: “largo pétalo de mar y vino y nieve”.


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