Por alguna extraña razón, en estos días han vuelto a mi memoria los recuerdos de los hechos ocurridos, principalmente en Caracas pero también en otras regiones de Venezuela, el 27 de febrero de 1989 y días posteriores. El país venía de celebrar, en sana paz, las fiestas de Navidad y Año Nuevo, en las que no faltó el pernil, el pan de jamón, las hallacas y la esperanza de un futuro prometedor. El precio del barril de petróleo estaba muy lejos de los casi 50 dólares actuales o de los más de 100 dólares que llegó a alcanzar en años recientes; pero había un mantenimiento de la infraestructura vial, era posible obtener documentos de identidad dentro de un plazo razonable, había atención hospitalaria para la gente de escasos recursos, y los anaqueles de las tiendas estaban llenos de mercancía, a precios que, sin ser baratos, no resultaban escandalosos. Sin embargo, en la mañana de ese 27 de febrero se hizo sentir la ira de la gente en las calles.

En ese momento, no había presos políticos en Venezuela. Tampoco había exilados ni multitudes que habían tenido que emigrar por razones económicas; en realidad, Venezuela era el lugar que muchos latinoamericanos habían buscado como asilo para escapar de la persecución política. Sin duda, no era el paraíso y había muchos asuntos pendientes de resolver; pero no era este un lugar que se caracterizara por las graves violaciones de derechos humanos, ni había grandes angustias o preocupaciones en la mente de los venezolanos. Solo días antes había asumido un nuevo gobierno, producto del voto popular, y no había tensiones políticas que dividieran al país o que lo hicieran mirar el futuro con desconfianza.

El centro de Caracas estaba relativamente limpio, y todavía se podía caminar por sus calles sin el temor de ser asaltado o asesinado. Había casos de corrupción que, en ese momento, nos parecían escandalosos, porque no nos podíamos imaginar lo que vendría después. Por su parte, el tráfico de drogas estaba muy lejos de haberse enquistado en los centros de poder. Pero bastó una pequeña chispa para que se incendiara la pradera.

El campo venezolano producía buena parte de la carne y los alimentos que consumía la población; no había que amanecer en una cola para conseguir un poco de leche o de jabón, ni había que deambular, de farmacia en farmacia, buscando una medicina. No había una lista del odio, y a nadie se le exigía un carnet político para venderle una bolsa de comida. Además, Venezuela era, en ese entonces, una potencia petrolera, y hubiera sido inimaginable que comenzara a escasear la gasolina.

Con todos sus problemas, Venezuela parecía ir relativamente bien encaminada para enfrentar responsablemente los desafíos del siglo XXI. Sin embargo, bastó el incremento en el precio del pasaje interurbano para que el pueblo se levantara y Caracas ardiera por los cuatro costados, con el saqueo de comercios y otras tropelías. Pero la respuesta no fue menos violenta; el gobierno sacó el Ejército a la calle, reprimiendo a la población en forma indiscriminada, como luego determinó la Corte Interamericana de Derechos Humanos; el costo fueron centenares de muertos y heridos. No imaginemos lo que hubiera ocurrido si, además del incremento en el valor del pasaje, hubiera habido escasez de alimentos o una inflación desbordada; ese hubiera sido un barril de pólvora al lado de un borracho que está fumando. Pero, en un país militarizado, y cuando quien manda no se siente sujeto a ninguna ley, las opciones de la población son más limitadas, pues ni siquiera hay derecho a protestar pacíficamente.

Que ese triste recuerdo no empañe estos momentos. Feliz año, amigo lector. Que 2018 nos traiga de vuelta una Venezuela próspera, respetuosa de nuestras libertades y profundamente democrática.


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