La comunidad internacional se ha expresado en contra del proceso electoral fraudulento impuesto por el régimen, un proceso que no solo es claramente ilegítimo e ilegal en su origen, sino que también lo es en cuanto a la forma en que se implementa, que colide abiertamente con el orden jurídico interno e internacional. Demás está agregar que no hay condiciones para garantizar un proceso electoral realmente honesto y transparente, cuyos resultados reflejen la verdadera voluntad popular. La comunidad internacional condena firmemente la detención, la persecución y la inhabilitación de dirigentes políticos, también la eliminación arbitraria de partidos políticos y otros obstáculos fabricados para imponerse con mayor facilidad. Mucho más claro es el objetivo perverso que se persigue con la farsa electoral: radicalizar y eternizar el proceso revolucionario en contra de la voluntad popular, lo que vulnera el derecho que tenemos los venezolanos de elegir libremente nuestro destino sin imposiciones internas ni injerencias externas.

No reconocer la convocatoria por tales razones supone el no reconocimiento de sus resultados, es decir, del gobierno que surja de él, lo que plantea de nuevo el tema del no reconocimiento de gobiernos no surgidos de la voluntad popular, tesis esbozada antes en las doctrinas Tobar (1907), Wilson (1913) y Betancourt (1959), que justificaban el rechazo a los gobiernos que no llegaran al poder por la vía democrática, tesis que de ninguna manera colide con principios fundamentales, una vez interpretados en forma rígida: la soberanía y la no injerencia en los asuntos internos del Estado, como lo habría planteado México en 1930, con la superada Doctrina Estrada.

La situación es hoy muy diferente. El dominio reservado aceptado en derecho internacional, como el ejercicio de la jurisdicción exclusiva del Estado sobre su territorio, las personas y sus bienes, que impedía el control internacional sobre algunas materias de interés de la comunidad internacional, como el respeto de los derechos humanos y entre ellos la democracia, cede ante las nuevas realidades, abriéndose paso y dando en consecuencia legitimidad a la “injerencia debida” en los asuntos internos de otros Estados para que el gobierno forajido de que se trate rectifique y restaure el orden interno, lo que justifica la aplicación de la Carta Democrática Interamericana y otros instrumentos regionales que consideran cláusulas de igual naturaleza. De manera que, como hemos sostenido siempre, soberanía y no injerencia encuentran hoy limitaciones ante cuestiones de orden público internacional, es decir, materias que, por su naturaleza, interesan a la comunidad internacional.

Ante el proceso fraudulento y el nuevo intento del régimen bolivariano de imponerse por la vía de otra elección controlada, cuyos resultados no son difíciles de prever, algunos gobiernos de la región, la Unión Europea y otros han afirmado claramente que no reconocerán al gobierno que surja de este proceso lo que genera consecuencias políticas y jurídicas muy importantes en cuanto a la capacidad de Venezuela de ejercer sus relaciones internacionales, tema que los “revolucionarios” desconocen deliberadamente.

De ser coherentes en sus políticas, los gobiernos que han desconocido el proceso y que desconocerán el gobierno producto del fraude, tendrían quizás que desconocer la representatividad de los enviados diplomáticos de Maduro. Si el gobierno no es reconocido, tampoco sus representantes lo podrían ser. Al mismo tiempo, esos gobiernos tendrían que retirar sus embajadores en Caracas, lo que no significa ruptura de relaciones diplomáticas una situación distinta regulada por un régimen jurídico igualmente diferente.

En el ámbito de las organizaciones internacionales también podrían plantearse situaciones de representatividad de los enviados del régimen de Caracas, lo que en la práctica multilateral no es nuevo. Las credenciales de los representantes de Maduro podrían ser cuestionadas al inicio de las reuniones en las que por lo general se constituye una Comisión de Verificación de Credenciales, lo que en cada caso crearía situaciones complejas, nunca predecibles, pero seguramente contrarias al régimen de Caracas, más claramente, desde luego, en los órganos regionales.

No menos importante sería el impacto que tendría tal “desconocimiento” en las gestiones del Estado en relación con el financiamiento o el refinanciamiento de deudas ya contraídas, con préstamos u otras transacciones financieras, lo que no equivale de ninguna manera a sanciones internacionales, tal como perversamente lo presenta constantemente el régimen venezolano, sino a cuestiones de su legitimidad que habrá de perder tras el fraude del 20 de mayo.

En resumen, el “no reconocimiento” del régimen que surja de la farsa electoral, es decir, su “desconocimiento” por la mayor parte de la comunidad internacional, tendrá efectos importantes en la vida del Estado, en su legitimidad, y en su capacidad para desarrollar sus relaciones internacionales, lo que le coloca en una situación aún más difícil, en su afán de perpetuarse en el poder y continuar la destrucción del país.


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