El no reconocimiento de un gobierno tiene implicaciones políticas y jurídicas importantes, no solamente en el ámbito interno, en el que se crea una peligrosa situación de ingobernabilidad, muchas veces previas a la anarquía y al caos, sino en el plano internacional, al incidir en el orden de las relaciones entre sus sujetos.

Distintamente al reconocimiento de Estado, sobre lo cual existen reglas claras que implican derechos y obligaciones a cargo del autor o autores de la declaración o del acto de que se trate y del destinatario, en el caso del reconocimiento de gobierno, más concretamente, en el no reconocimiento del órgano que según el derecho internacional representa al Estado y le compromete en sus relaciones internacionales, no hay reglas precisas que obliguen a los Estados a pronunciarse, tampoco sobre las consecuencias políticas y jurídicas de tal no reconocimiento.

Si entendemos el derecho internacional como un cuerpo de normas y principios en constante transformación, observamos el surgimiento de principios y normas que podrían indicar la naturaleza y el alcance del acto de no reconocimiento, un acto unilateral que se expresa mediante una declaración formal (individual o colectiva) o un comportamiento (actos concluyentes) del o los autores.

Nada indica, desde luego, que se hubiese formado una norma de derecho internacional (consuetudinario) que contenga la obligación de no reconocer a un gobierno, ante la ruptura del orden constitucional, para utilizar una expresión genérica válida. Sin embargo, tampoco podemos negar tal proceso de formación basado en la doctrina y la práctica internacionales. Así, vemos cómo en las doctrinas Jefferson (1792), Tobar (1907), Wilson (1913) y Betancourt (1945/1959) se condena el surgimiento de gobiernos por la vía de facto, es decir, gobiernos que no han sido elegidos conforme al orden jurídico interno (constitucional), lo que contradice la voluntad popular y el derecho, visto en forma más amplia, de los pueblos a elegir sus propios gobiernos, sus sistemas políticos, en definitiva, a decidir su propio destino. Al mismo tiempo, como corolario de ello, se plantean acciones unilaterales y colectivas (no sanciones) que deberían acordarse para proteger a los pueblos por la violación de sus derechos humanos, en particular, el derecho a la democracia y llevar a que el gobierno del Estado que viola tales normas y principios, rectifique, lo que no constituye, como en esas doctrina se precisa, una intervención indebida en los asuntos de otro Estado.

Las doctrinas Tobar y Betancourt son claras en cuanto a la actitud que deben tomar los gobiernos de la región ante los golpes de Estado. En su carta al cónsul de Bolivia en Bruselas del 15 de marzo de 1907 el ministro ecuatoriano Tobar expresa que “las repúblicas americanas (…) deben intervenir de modo indirecto en las decisiones internas de las repúblicas del continente. Esta intervención podría consistir (…) en el no reconocimiento de gobiernos de hecho surgidos de revoluciones contra la Constitución”. Por su parte, el presidente Rómulo Betancourt esbozó formalmente su doctrina en 1959 al plantear ante el Congreso venezolano que “… regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranice con respaldo de las políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica internacional”, precisando más tarde, ante el Consejo Permanente de la OEA (1963) que su gobierno ha aplicado desde entonces “una doctrina del no reconocimiento automático, la de la fractura total de los vínculos diplomáticos con cualquier clase de gobierno incubado en insurgencias armadas” concepto que hoy se extiende a gobiernos surgidos de actos de cualquier naturaleza que rompan el orden constitucional y contradigan la voluntad popular. Una práctica sólida y constante en la política exterior de la democracia fortaleció la doctrina. Un ejemplo, cuando ante la crisis que enfrentaba el presidente argentino Frondizi, Betancourt ratificó su decisión de “no mantener relaciones diplomáticas ni comerciales con gobiernos no legitimados por el voto de los pueblos y de propugnar en la Organización de los Estados Americanos que los regímenes de usurpación sean excluidos de la comunidad jurídica regional”.

La esencia de estas doctrinas, hoy más vigentes que nunca, ha sido recogida en tratados internacionales, entre los cuales, los centroamericanos de 1907 y 1923 y, mucho más tarde, en distintos instrumentos regionales, entre otros, basada en la Carta de la OEA, la Carta Democrática Interamericana. La práctica internacional no ha ido en dirección contraria. Más bien por el contrario, lo que fortalece el surgimiento o la formación de una norma de derecho internacional consuetudinario, el principio del no reconocimiento de gobiernos de facto es expresado en forma clara por muchos gobiernos de la región y de Europa, en relación con la situación en Venezuela.

Muy distintamente a la Doctrina Estrada, que lejos de condenar los golpes militares favorece el principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados, en su forma absoluta, las doctrinas Tobar y Betancourt plantean, para proteger el derecho a la democracia, la legitimidad de los gobiernos, el Estado de Derecho y el respeto de los derechos humanos en general, la necesidad de desconocer los gobiernos producto de golpes militares a lo que hoy se suman gobiernos que puedan surgir de golpes constitucionales o de otro tipo distinto al militar; un ejemplo, lo que se estaría planteando en Venezuela tras el anuncio de Nicolás Maduro de iniciar un nuevo periodo de gobierno el 10 de enero de 2019, basado en elecciones nulas e írritas, convocadas por un ente inconstitucional (la anc) y organizadas por un entre electoral parcializado y no autónomo, una posibilidad que, por lo demás, debería estar excluida de cualquier negociación y acuerdo que se intente adelantar para establecer un período de transición hacia el restablecimiento de la democracia y el reordenamiento institucional en el país, dado el carácter absoluto de la nulidad planteada.

Ante el golpe anunciado y en proceso de ejecución, algunos gobiernos han dicho que no reconocerán el gobierno que se instale el 10 de enero próximo, lo que plantea un peligroso vacío de poder, una situación que generaría importantes consecuencias tanto en el plano interno, al anular la gobernabilidad y deslegitimar a la autoridad, ahora usurpadora, y en el plano internacional, que no tendrá más un interlocutor válido en sus relaciones con el Estado.

Aunque los representantes de la dictadura menosprecien el sentido, el significado, el alcance y las consecuencias del no reconocimiento de un gobierno impuesto inconstitucionalmente, contrario a la voluntad popular y en violación del derecho que tenemos de elegir de manera libre, en condiciones justas y conforme a las normas a nuestros gobernantes, el no reconocimiento aislará jurídica y políticamente al país en sus relaciones internacionales.

No se trata del simple retiro de los embajadores de los países que deciden no reconocerlo o del retiro (expulsión) de los representantes de la dictadura ante otros Estados, lo que debe distinguirse de la ruptura de relaciones diplomáticas en estricto sentido que tiene implicaciones igualmente particulares. Mas allá de ello y de las implicaciones en las relaciones económicas y comerciales y de cualquier otra naturaleza, el no reconocimiento significa el desconocimiento de la legitimidad de una persona/institución que se supone representa al Estado en sus relaciones internacionales, lo que impedirá la relación formal y jurídicamente válida, que afecta la conclusión de acuerdos, la contratación de préstamos u otras acciones internacionales que serían nulas y sin efectos, una situación raramente vista en las relaciones internacionales.

El vacío de poder y la ingobernabilidad que surge de tal situación marca o quizás más bien confirma el inicio del proceso de transición en el que deberá actuar la Asamblea Nacional, única institución reconocida como legítima por la comunidad internacional, para habilitar los mecanismos más idóneos para instrumentar los cambios políticos y legales necesarios para el restablecimiento del Estado de Derecho, un proceso en el que, como en experiencias en otros países, España (1976), Polonia y Hungría (1989), a título de ejemplo, los actores políticos del oficialismo y de la oposición, junto a la sociedad civil, habrían llegado a acuerdos serios y válidos en esa dirección para garantizar en paz el restablecimiento del orden y de las libertades.


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