“Libertad significa el derecho de decirle a la gente lo que no quiere oír”. George Orwell

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La primera edición de Rebelión en la granja, la obra más famosa y polémica del escritor británico George Orwell, careció de una nota introductoria. A pedido del único editor que finalmente, tras cuatro intentos con otras casas editoriales que rechazaron la obra, se atrevió a publicarla en Londres en 1945, en un cuasi avergonzado anonimato. Se trataba de una cruenta parodia de la URSS, de Stalin y del bolchevismo, con los cuales había orden de mantener las mejores relaciones. La razón la explicó el mismo Orwell en un prólogo para la edición ucraniana de 1947: sus problemas editoriales eran el resultado de un fenómeno forjado en medio de la lucha contra Hitler por la alianza de Churchill con Stalin: “el servilismo de los llamados intelectuales hacia Rusia”. Propugnado, por contradictorio que parezca, por el primer anticomunista británico, Winston Churchill.

Un gran pensador francés, Jean François Revel, dedicaría gran parte de su prolífica obra ensayística a seguir denunciando hasta su muerte ese servilismo militante de que hacían gala los intelectuales franceses –de Sartre a Garaudy y de Picasso a Louis Aragon– incapaces de asomar la cabeza por sobre los faldones del Partido Comunista, el más servil y filo soviético de Occidente. No le sirvió de nada. La Unión Soviética siguió teniendo la razón, hasta extinguirse por el agotamiento de sus fuerzas primarias. Y el coraje y la lucidez de dos de los más grandes hombres del siglo XX: Juan Pablo II y Ronald Reagan. Aunque no por ello se extinguió el predominio hegemónico del sovietismo, ahora travestido de progresismo o socialismo democrático. Prima incluso en los Estados Unidos del Partido Demócrata, en el Departamento de Estado, en la Casa Blanca y las naciones más desarrolladas del planeta que no se atreven a enfrentarse a la verdad a pecho descubierto. Orwell lo supo con meridiana claridad: “Los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia”.

Vale la pena citar un párrafo in extenso de ese prólogo ucraniano de 1947 para ir a las raíces del actual predominio de las izquierdas en la conformación de la hegemonía mediática mundial, la misma que hoy pone el grito en el cielo y se escandaliza frente al avance aparentemente irrefrenable de las derechas en el mundo, desplegando sus pancartas acusatorias de lo que consideran la resurrección del fascismo en el mundo: “Ante todo, un aviso a los periodistas ingleses de izquierda y a los intelectuales en general: recuerden que la deshonestidad y la cobardía siempre se pagan. No vayan a creerse que por años y años pueden estar haciendo de serviles propagandistas del régimen soviético o de otro cualquiera” – por ejemplo, del castro comunista cubano o del lulismo y el chavismo de toda condición, agregaría yo– “y después pueden volver repentinamente a la honestidad intelectual. Eso es prostitución y nada más que prostitución”. Una recusación que les viene como anillo al dedo a nuestros “abajo firmantes”.

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Fue un llamado de atención a un fenómeno que un hombre de su genialidad y su capacidad premonitoria, como lo demostraría en su inquietante novela 1984, la claustrofóbica fábula del totalitarismo, pudo anticipar con una exactitud lacerante y que un analista denominaría posteriormente “la civilización soviética”: “Nada importa tanto al mundo en este momento como la amistad anglo-rusa y la cooperación entre los dos países, pero esto no podrá alcanzarse si no hablamos claro y sin rodeos”. Fue la herencia que nos dejaron Churchill y los norteamericanos victoriosos: abrirle los portones del dominio cultural e informativo de Occidente a los intereses de la Unión Soviética y el comunismo internacional. Permitir que el comunismo se convirtiera en la idea-fuerza de Occidente. Desde abril de 1945, todo lo que fuera de derechas ha sido considerado pecaminoso, eventualmente fascista y totalitario; todo lo que fuera de izquierdas, anticipo de dictaduras socialistas o protototalitarias, el colmo de la bondad y el humanismo cristiano. Avalado por el Sermón de la Montaña y la ordenanza de Nuestro Señor Jesucristo: los ricos no caben en el paraíso.

Es la esquizofrenia que lastra a los medios democráticos occidentales: vivir haciéndose el harakiri ante el chantaje buenista de las izquierdas, socialdemócratas o bolcheviques, según la ocasión. Y espantarse ante la airada reacción que provocan las iniquidades y estropicios de las izquierdas, descalificada por principio como expresión del fascismo moderno. Es lo que el progresismo se niega a comprender: la ira con que aparecen los movimientos contestatarios se debe al cansancio ante los abusos y tropelías, crímenes y latrocinios cometidos por las izquierdas desde el poder, sea el chavismo venezolano, el lulismo brasileño, el socialismo español. No hablemos del castrocomunismo cubano, que lleva sesenta años torturando a su pueblo ante la indiferencia mundial.

Las recientes elecciones presidenciales en Brasil y México  han servido de ejemplares paradigmas del doble discurso ideológico y político que enfrentamos. Una despiadada y vociferante avalancha de crítica, rechazo y difamación de los medios internacionales dominantes contra Jair Bolsonaro, que se desplegó mostrando la absoluta animadversión del progresismo mediático imperante en el mundo contra el derechista brasileño y su eventual influencia futura sobre los tímidos sectores de las derechas de la región, constantemente boicoteados y chantajeados por el castrismo que permea a todas las clases políticas dominantes en América Latina. Desde The New York Times The Washington Post, anclas del pensamiento progresista norteamericano asentado en el Partido Demócrata y la intelligentsia dominante, hasta El País, de España, centro de la cultura socialdemocrática europea, con un fuerte influjo en América Latina, pusieron las cartas sobre la mesa: la derecha no es bien vista en las alturas de la hegemonía. Poco importa el alcance y las dimensiones del respaldo popular con el que cuente, pues mientras mayor ese respaldo, peor para quien es respaldado y mayor el encono de los medios en su contra. Que aceptan la presencia de las derechas en América Latina, si es meramente decorativa y condenada a servir de comparsa a las izquierdas conviviendo en paz bajo los sistemas de dominación gobernantes, mucho más escorados hacia la Cuba castrista que hacia Estados Unidos de Donald Trump. Pero basta que ese respaldo se convierta en un mayoritario sentimiento popular, que esas derechas pasen a expresar la indignación popular y asuman la ofensiva ante los desafueros y catástrofes causadas por las izquierdas y se planteen la salvación del statu quo asumiendo la defensa de lo establecido, para desvirtuarlas endosándoles el calificativo de fascistas.

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Es un automatismo dialéctico que no funciona con las izquierdas: definidas desde siempre como contrarias al establecimiento, a los ciudadanos les parece hasta normal que los partidos y organizaciones de izquierda se planteen el asalto a la razón y convoquen a las armas. Que se nieguen a reconocer la naturaleza hitleriana del castrismo. Que protagonicen motines y golpes de Estado y asesinen centenas de inocentes. Que amenacen incluso con desatar mortandades masivas y reciclar los hechos del asalto al Palacio de Invierno, por más bárbaro y sangriento, siempre idealizado como la legítima y necesaria venganza de los explotados contra los explotadores. Que será escoltada siempre por los intelectuales y artistas del patio, izquierdistas por naturaleza. Incluso por la Iglesia, como lo demuestra el papado de Francisco I. Así sean entonces el epitome del verdadero fascismo –la violación de la legalidad y el respeto al Estado de Derecho, incluso mediante el uso de prácticas terroristas– a nadie se le ocurre calificarlas de fascistas. Así, por ejemplo, las prácticas objetivamente fascistas del chavismo o del castrismo –gobernar con un despiadado garrote en la mano violando todos los derechos humanos–, jamás han sido ni serán catalogadas de fascistas. El fascismo es de derechas y punto. El socialismo, en su antípoda, es liberador. Es la dialéctica del extremismo político de la modernidad. Que rizando el rizo del absurdo ha logrado sentar a la cabeza de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU a Michelle Bachelet, una marxista criada bajo el mecenazgo de Erick Honecker, líder del Partido Comunista, jefe de gobierno de la ex Alemania Oriental y amo de la Stasi, que alcanzara la presidencia de Chile.

Ningún articulista del The New York Times o del The Washington Post, de El País de España o de Le Monde, de París, ha atacado al candidato del castrocomunismo y del indigenismo mexicano, Andrés Manuel López Obrador, AMLO, con el mismo feroz encono con el que han atacado a Bolsonaro. Los mismos que ya anticipan una dictadura militarista en Brasil, apuestan por la paz perpetua en México. Porque como ya lo advirtió Orwell en medio de la catástrofe, ser comunista es bueno, ser derechista es malo. Así la historia, con sus millones y millones de muertes, nos demuestre lo contrario.


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