I bambini ci guardano (l943,) Los niños nos miran, es el título italiano de una película de Vittorio De Sica anterior a sus filmes neorrealistas y en la que, en cierto modo, se atisban las preocupaciones que surgirán tres años mas tarde en Limpiabotas: los niños abandonados a su suerte en la sociedad italiana de la posguerra.

En algunas películas venezolanas los niños de la calle también nos miran, pero por mala conciencia o para no sentirnos mal tratamos de no verlos, tal vez porque sentimos que nuestra propia vida es igualmente deplorable.

El hecho es que negando nuestra propia condición humana, indiferentes, nos hemos acostumbrado a ver desde lejos cómo una infancia es humillada y condenada al infierno de morir en vida; incorporada a ese vasto sector de la población que con sociológica frialdad designamos con los términos de «pobreza crítica».

En Venezuela o en cualquier otro desamparo tercermundista, el niño y el anciano son presencias preteridas. Pero cuando forman parte de la marginalidad, ambos se transforman  en un aire viciado, en una referencia incómoda, en nuestra mala conciencia, y el niño nunca lo será en Latinoamérica porque preferimos llamarlo «el menor» y el anciano siempre será una figura impertinente y lesionada que protesta por el pago atrasado de su jubilación.

«La vida es dura pero no dura» fue la terrible afirmación de un niño de la calle en Bogotá, crudamente descrita por Ciro Durán en su película Gamín, l977-78 que logró estremecer a los espectadores mas indiferentes: una exploración por los laberintos de la degradación de una infancia que chapotea en el pantano de la mendicidad, el robo y la prostitución pero cuya prolongación en la hora actual bolivariana puede constatarse en la figura alarmante, exportable y escalofriante del asesino a sueldo infantil o juvenil tal como lo vimos, en efecto, en Sicario, l994, el filme venezolano de José Ramón Novoa, con guión de David Suárez.

El cine latinoamericano y, muy en particular, el venezolano son presencias muy activas que permiten a cualquier espectador asomarse a la realidad socioeconómica y política del continente. Basta ver sus películas, tanto documentales como de ficción: para observar que se trata de un cine que tradicionalmente y hasta a finales del siglo XX se volcaba hacia los problemas y dificultades propias del Tercer Mundo. La infancia marginal es una de nuestras llagas más purulentas. La escuela de cine documental de Santa Fe, en Argentina, tiene entre sus obras maestras el legendario Tire dié, l953-58, de Fernando Birri, un documental en el que vemos a los «pibes» marginales pedir monedas al tren que avanza lentamente por un puente de dos kilómetros de largo; y en Brasil surgió en l980 la película Pixote, a lei do mais fraco (Pixote, la ley del mas débil) de Héctor Babenco, un filme que demostraba que el horror de los retenes de menores es más violento que la realidad de las calles convertidas en el infierno de unos niños con apenas 10 años de edad, y en Los olvidados (1950) una de las películas más perturbadoras que se hayan realizado sobre la infancia marginal, Luis Buñuel se encargó de cuestionar duramente los programas reformistas liberales en relación con el niño que delinque.

Nuestro cine documental, más que el de ficción, exceptuando Pelo malo, de Mariana Rondón, también se ha preocupado por el niño marginal. Jesús Enrique Guédez lo hizo en La ciudad que nos ve (l967) y en Los niños callan (l971), testimonios de la niñez desamparada vista a través de la mirada de un poeta sensible; y en l988, Manuel de Pedro, cercado por el melodrama, se acercó al mundo de los niños de la calle En Sabana Grande siempre es de día. ¡Son apenas unos cuantos títulos…! No muchos, en verdad. El cine venezolano registra un filme excepcional: Postales de Leningrado, 2007, de Mariana Rondón y Marité Ugás sobre los efectos que la acción guerrillera y la clandestinidad provocan en una familia, pero vistas desde la mirada de los niños. Se trata, al igual que Pelo malo, de una extraordinaria película en la que Mariana Rondón logró visualizar en las relaciones de una madre marginal y su pequeño hijo la violencia social del país.

Pero es igual: dentro o fuera del cine estos niños de la calle seguirán siendo la miseria que nos mira, la afrenta permanente a nuestra indiferente condición humana.

Hemos llegado a situaciones límites y nos aterrorizamos cuando algún niño en la calle se nos acerca porque puede agredirnos y causar nuestra muerte; y en lugar de los impulsos de amorosa ternura, piedad o conmiseración que anteriormente pudimos haber sentido al verlo, solo expresamos miedo frente a un ser que siendo niño nunca ha sentido el suave aliento de la inocencia.

Aceptamos, desde luego, que los niños de la calle no son fruto exclusivo de los desastres sociales así como tampoco deja de ser una falacia que el sistema de orquesta los convierte en virtuosos del arte musical. Lo que enerva es la mentira con la que se pretende liberarlos del oprobio. El tiempo hace que esos niños cambien de nombre y se vaya acentuando la perversidad y la desesperación: niños realengos; en situación de abandono, niños marginados; niños de la calle, pero siguen siendo los mismos niños de siempre tan viejos y desahuciados como el hombre nuevo que jamás hemos visto aparecer en las revoluciones políticas que han desequilibrado el mundo.


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