En un libro de 1995 llamado, no sin ironía, Diplomacia, el ex secretario de Estado Henry Kissinger pasaba revista a la política exterior estadounidense, y la analizaba basado en dos ejes dialécticos. Por un lado, la política exterior americana buscaba ser pragmática (“America First” avant la lettre); por el otro, no podía dejar de lado el idealismo de los padres fundadores. En paralelo, buena parte de la sociedad americana prefería ver al resto del mundo ocupándose de sus problemas y promovía un militante aislacionismo, mientras otro sector reclamaba un papel protagónico y de liderazgo en un mundo en rápida globalización. El libro era apasionante, porque el viejo zorro unía sus dotes de hombre de acción con su mente de historiador y ponía en un contexto muy significativo temas que, más allá del acuerdo o desacuerdo, tienden a ser tratados a través de eslóganes y no de la reflexión. Ahora bien, a cada acción significativa en el campo exterior, corresponde un impacto en la sociedad con su consecuente reflejo cultural. Ocurrió con Vietnam, con Angola para los cubanos, con Afganistán para los soviéticos y la lista es interminable.

Hay una serie que, a punta de vueltas de tuerca, pasos perdidos en los laberintos del poder y tragedias de los personajes, refleja como ninguna otra los devaneos del extraviado poder de estos tiempos. Se llama Homeland, que estrictamente se definiría como patria, pero que en inglés, implica el “Homeland Security” fundado por Bush II luego de los ataques del 11-S. Mejor aún, se inspira, en sus primeros capítulos antes de agarrar vuelo propio, en otra serie –también excelente– israelí llamada Hatufim (literalmente “secuestrados”, en inglés conocida como Prisioneros de guerra). En todo caso, el hilo conductor es casi factual. Un americano, secuestrado en Afganistán desde 2003, es rescatado por fuerzas leales para ser ungido como héroe. En paralelo, una agente de la CIA, bastante independiente en sus acciones, es repatriada desde Irak a Langley. Dos problemas dan forma a las primeras temporadas. El ex prisionero ha convivido con terroristas durante ocho años y junto a los festejos patrioteros la sombra de la duda comienza a crecer. Pero esto ocurre porque la agente en cuestión tiene una particularidad. Es bipolar y esta condición la hace intuir conexiones inesperadas donde sus superiores solo ven el lógico transcurrir de los días. El hilo conductor del drama es mucho menos ingenuo de lo que la necesaria arbitrariedad de la premisa sugiere. Porque el héroe comienza una carrera política que bien pudiera terminar en la Vicepresidencia, pero quien alienta las hipótesis más demenciales, paranoicas y conspirativas (que entre otras cosas llevan siete temporadas y falta la última) es una agente definida por su disfuncionalidad. El subtexto podría dar para una antología del disparate, si no fuera por la seriedad con que la trama es dirigida y la puntería con la cual el guion apunta a los conflictos del Medio Oriente.

El poder se ha vuelto tan loco que la línea divisoria entre los buenos y los malos, aun existiendo, solo puede ser establecida por una persona cuya alienación es un espejo de la realidad en la que se ha movido durante toda su carrera. Porque buenos y malos chapotean en un océano –el del poder de la primera potencia del mundo– que tiene problemas para hilar fino y descifrar los códigos de un mundo que se le escapa. Ninguno de los personajes está libre de culpa, todos están definidos por la manipulación que es el núcleo de sus trabajos y, para mayor disfrute del espectador, la vida privada de todos ellos, los contratiempos cotidianos, los conflictos con la familia, no dejan de entremezclarse en la trama. ¿O los espías no tienen derecho a una peripecia de todos los días como los demás mortales?

Para volver al libro de Kissinger, la serie podría ser leída como la peor de las pesadillas de Theodore Roosevelt. Una vez que nos hemos decidido por el pragmatismo y el intervencionismo, no podemos esperar que el viaje sea gratuito. Debemos pagar nuestra cuota de terroristas asesinos, dictadores de bigotazo agresivo (por cierto, el tercer episodio transcurre en Venezuela), aliados de discutible lealtad, esposas incomprensivas a la hora de cónyuges salvando el mundo. Porque el planeta se ha vuelto muy complicado y aquel mundo sencillo de buenos y malos, capitalistas y comunistas, ladrones y policías, indios y soldados se fue para siempre. Lo decía Pascal en una cita que bien podría aplicarse al poder en el mundo de hoy, “una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”.


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