En Venezuela hay un “debate”, por llamarlo de alguna manera, en el cual se cataloga a los participantes de la dinámica política de moderados o radicales. Los primeros serían los prudentes, los sensatos, los incluyentes, los que mejor entienden lo que pasa y debe pasar; los segundos serían los extremistas, los intolerantes, los polarizantes, los que son incapaces de ver más allá de su estrecho radio de opiniones o actitudes. Otro aspecto de tal “debate” es que algunos plantean que hay moderados y radicales “de parte y parte”, es decir, en el ámbito del oficialismo y en el de la oposición política. Como consecuencia lógica de semejantes premisas, la solución de los problemas pasa por contener o aislar a los radicales –de bando y bando–, y privilegiar el entendimiento de los moderados –también de bando y bando–, y entonces negociando se entiende la gente, y poco a poco vamos normalizando la vida venezolana, alcanzamos la paz, relanzamos la democracia, de paso nos reconciliamos y logramos lo que ciertos politólogos califican como un “escenario de ganar-ganar”…

Pocas veces en mi vida me he topado con una estupidez de tanto calado. Y estupidez en sentido literal: torpeza notable para entender las cosas. Para empezar, en Venezuela ha imperado a lo largo del siglo XXI un proyecto de dominación que, poco a poco, ha ido controlando todos y cada uno de los sectores políticos, económicos y sociales del país. Se trata de una hegemonía despótica, depredadora, corrupta y envilecida, que ha sumido a la nación en una catástrofe humanitaria en medio de una bonanza petrolera. Frente a ello no cabe sino ser radical. Pero no la caricatura de radical que los pretendidos moderados han proyectado. No. Radical de verdad, esto es, fundamental, esencial, de raíz. Una oposición a la hegemonía roja que sea contemporizadora, con repliegues, más atenta a los llamados espacios burocráticos que a superar a la hegemonía misma, no es sino la oposición ideal o perfecta para el tipo de régimen que sojuzga a Venezuela.

Los autodenominados moderados insisten que el camino exclusivo para salir adelante es la ruta electoral, democrática, constitucional, cívica y pacífica –con lo cual, por cierto, amalgaman en una sola mezcla a varios factores que pueden ser autónomos entre sí, y de esa forma se plantan en sus trece y buscan descalificar a los que no estén de acuerdo con el referido estribillo–. Hay que repetir, al respecto, que la Constitución formalmente vigente consagra amplios mecanismos de cambio político que no necesariamente pasan por los embudos del fraude continuado del llamado “poder electoral”. Pero cuando ello se recuerda, no pocas y reconocidas voces de la política, la comunicación y el entretenimiento se rasgan las vestiduras y empiezan a repartir acusaciones con el significado distorsionado de la palabra “radical”.

Por otra parte, y sin querer incurrir en lo que estoy criticando, qué pasa si el fundamento de la consigna “salida electoral, democrática, constitucional, cívica y pacífica” no se puede corresponder con la naturaleza de la hegemonía imperante. Ya no se trataría de discutir si la mencionada ruta es, en sí misma, exclusiva y excluyente, sino si tiene o no visos de posibilidad. En mi modesta opinión, sostengo que no los tiene, y no por pirotecnias especulativas sino por la reiterada experiencia de estos años de mengua. No por ello voy a irrespetar a los que piensen diferente, pero no estaría mal hacer una petición básica: ¿se ha considerado que el fundamento de la ruta es inaplicable bajo la égida de la hegemonía?

El oficialismo, ciertamente, no es homogéneo. No tanto por los matices que nunca pueden faltar en un cuerpo político de variopinto origen, sino porque ya sabemos que las corrientes endógenas, al menos en buena parte, se han transmutado en mafias o carteles de poder depredador que, simplemente, no se conciben fuera del poder. Eso estimula el fanatismo o la tenacidad desmedida en la defensa de sus intereses, comenzando por sus inmensos patrimonios y su necesitada impunidad, siquiera en el territorio venezolano. El grueso de los jerarcas del oficialismo no serán fanáticos idealistas o ideológicos, pero sí son fanáticos del poder, como única salvaguarda de sus obscenos privilegios. La división de moderados y radicales entre estos jerarcas es una ilusión. Lo que no significa, desde luego, que no pueda y deba auspiciarse las confrontaciones internas, que más temprano que tarde erosionan las estructuras del poder hegemónico.

En la acera de la oposición política, mucho me temo que los auténticos fanáticos son muchos de los que se definen como moderados. Ante la tragedia de Venezuela no se puede ser moderado, no se puede insistir en una supuesta equidistancia, no se puede aspirar a que la persuasión reflexiva produzca una epifanía en el núcleo del poder oficialista, que empiece a dar un vuelco vistoso y repleto de oportunidades para el restablecimiento de la democracia en su sentido integral. Empeñarse en eso, contra viento y marea, contra las evidencias que no faltan sino sobran, lo que implica es una tozudez, una autosuficiencia, un orgullo mal entendido y peor practicado, que constituyen la tipología del fanático.

Radical sí. Fanático jamás. Pero en situaciones límite, como la que sufre Venezuela, los que detentan el poder son, por definición, fanáticos; y los que abogan por un cambio relativamente armónico, consecuencia de un acuerdo “blindado”, son fanáticos de unas ilusiones y acaso de unos egos que no favorecen para nada el cambio efectivo. Como los ejemplos prácticos suelen ser más pedagógicos que los conceptos, me siento obligado a colocar el ejemplo del uruguayo Luis Almagro, secretario general de la OEA, de formación y trayectoria democrática y socialista, canciller de un presidente que fue y sigue siendo, básicamente, aliado de Maduro y los suyos. Nadie en sano juicio o en buena fe puede acusar a Almagro de ser un fanático político. Almagro, en cambio, en relación con la tragedia venezolana no es un moderado, como su ambiguo predecesor, siempre encontrando excusas para justificar lo injustificable. Almagro va de frente, su oposición es fundamental, esencial, radical. Eso es lo que necesitamos ahora más que nunca, porque Venezuela se cae a pedazos, y porque la hegemonía tiene que ser enfrentada de raíz.

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