Domingo de carnaval, de pagana celebración que en la Capitanía General de Venezuela fue muy del gusto del colono que, para combatir el hastío en días que la Iglesia recomendaba recogimiento, batallaban con agua, harina, huevos y azulillo, práctica que perduró hasta más allá de la mitad del siglo pasado y, de vez en cuando, un niño malcriado y ocioso trata de revivir arrojando bombas de agua contra el viandante que pasa por debajo de su balcón. Y es que, como asentase Arístides Rojas en sus Crónicas de Caracas: «La barbarie estableció que había diversión en molestar al prójimo, mojarlo, empaparlo y dejarlo entumecido». Las dictaduras de Guzmán, Gómez y Pérez Jiménez, cambiaron la «acuática y alevosa» diversión por bailes de disfraces en templetes públicos y rotondas privadas, circenses desfiles de carrozas y la elección, entre los más feos, de un rey Momo protocolar y una reina consorte entre las damas bonitas, y los enfrentamientos callejeros pasaron a librarse con papelillo y serpentinas. La actual, festeja las carnestolendas con un bono humillante y miserable orientado a extorsionar al pobre patriocarnetizado para que apoye la reelección del reyecito rojo. Y, mientras esto ocurre, decisiones trascendentes se tomaban, como hace cinco siglos, en la Audiencia de Santo Domingo, donde un zapatero bien pagado intentó remendar lo que, de entrada, no tenía compón y moderó un encuentro de lobos camuflados con vellón de borregos sordos y corderos afónicos de tanto balar sin que les oyesen. Sí, hoy es domingo de carnaval y a estas alturas solo queda deshojar una margarita hamletiana –to vote or not to vote–, pues el mandamás nominal no quiso un armisticio sino una capitulación, a objeto de festejar, a paso de vencedores y por todo lo alto, un carnaval de nunca acabar, matizado con un toque de duelo tardío que hará lagrimear a cocodrilos nostálgicos.

Pronto (5 de marzo) habrá de cumplirse un lustro del fallecimiento de Hugo Chávez y la cosas, vea no más usted, paciente lector, están peor de lo que estaban que, si a ver vamos, eran malas tirando a pésimas, gracias a la sobredosis de patria con que pretendía suplir las carencias de todo tipo, acarreadas tanto por su colosal ineptitud para administrar la abundancia, cuanto por su empeño en aplicar el anacrónico estalinismo tropical cubano a un país que en todo los terrenos iba por delante de esa isla (que nadaba, según él, en un mar de felicidad), incluido el sanitario, cosa que no creyó y sometió su humanidad al cuidado de «especialistas» –sanadores y curanderos con efímeras pasantías en algún hospital de campaña en Angola o, en el mejor de los casos, adiestrados para el ejercicio paramédico en un dispensario de la tundra siberiana–, bajo la directa supervisión de un Fidel sabelotodo, que era el único ser al tanto de la gravedad del cáncer que lo consumía, gravedad que Maduro negaba resumiendo, mientras le crecía la nariz, imposibles entrevistas con el enfermo terminal. Falta menos de un mes para que ahora anime un show del recuerdo e incluya en su precipitada campaña electoral, no autorizada (ni falta que hace) por los organismos competentes, la fúnebre remembranza de la penosa partida de un soldado distinguido por sus derrotas, fracasos y retiradas. No debemos olvidar que su éxito en el campo de las batallas civiles se basó en la abstención y, por eso, estamos como estamos.

«Venezuela es hoy un Estado que ha pasado de estar asentado en el ciudadano con su derecho de voto y sus derechos civiles y políticos a basarse en una legitimidad del poder popular. Se ha convertido en un Estado comunal en el que las fuerzas armadas se han desprofesionalizado, politizado e ideologizado, desnaturalizando la institución armada con iniciativas como la creación de las Milicias bolivarianas, un ejército privado del presidente de la república». Esta cita sin desperdicio proviene de la introducción al N° 49 de La Vanguardia Dossier (Venezuela después de Chávez), publicado en octubre de 2013. La transcribimos porque avala nuestra afirmación respecto a que las cosas no han cambiado, y que, al hablar, los asambleístas comuneros siguen diciendo la «suidad» por la ciudad; ciudad a la que llegaron representado gremios piratas o caseríos fantasmas, convertidos en circuitos electorales por las artes hechiceras de las brujas arbitrales, para disfrutar de viáticos, pensión completa e inmunidad que, ¡por supuesto!, confunden deliberadamente con impunidad, ¡así, así, así es que se gobierna!

El espectro del redentor barinés y su panóptica intromisión en la escena urbana y el paisaje rural serán la marca distintiva de una ficción que se inició con el voto censatario que dio origen al engendro que abrevian anc (las mayúsculas no le sientan) y despojó de sus atribuciones a todos los poderes públicos, excepto el ejecutivo que maneja los hilos de dóciles marionetas –¡sí, señor presidente!, ¡sí, camarada Cabello!, ¡si, compañera Rodríguez!– al servicio de un generalato narco-corrupto, imposible de tener por heredero del «ejército libertador» (¿habrá existido tal cosa?) al que decía pertenecer el paracaidista que será –a Chávez debemos solícito amor– leitmotiv de la cruzada para hacerse, a punta de limosnas, con el sufragio del menesteroso y prolongar la estancia en Miraflores del garante de sus intereses.

Una mascarada –léase fraude– propicia Nico para que, con o sin contendores y consternación del petrozar en desgracia y frustración de diosdado (las minúsculas son de rigor), las alegres comadres del consejo nacional electoral lo atornillen al trono por cinco años más. No pierde tiempo el hombre que habla con pájaros y mariposas. Todo lo contrario de ingenuos dialogantes que, al menos hasta el miércoles por la noche cuando navegábamos sin brújula en el océano de la confusión, parecían no tener noción del tiempo, dimensión que la revolución confiscó, con la misma avaricia con que se apropió del espacio ajeno. ¿Qué hacemos para evitar el atropello que la obsecuente Tibisay anunció para el 22 de abril con inscripción de pretendientes, ¡jódanse!, dentro de dos semanas? ¿Pedirle peras al oso? ¿Apostar de nuevo a la abstención? ¿Sumarnos a la unidad sin importar que entre sus promotores haya más desconcierto que concertación? ¿O quitarnos la careta y salir a la calle para reclamar los derechos que Maduro y los generales que lo apadrinan nos quieren escamotear? El artículo 138 de la Constitución vigente establece que «toda autoridad usurpada es ineficaz y sus actos son nulos». ¿Qué esperamos, entonces, para mandar muy largo al carajo a los prostituyentes que usurparon la soberanía popular?

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