La tragedia de Julius Caesar (titulada así en latín) la escribió Shakespeare en un tiempo político en el que la democracia –o lo que por ella se entendía entonces en Roma– estaba a punto de naufragar en manos de sus enemigos, los demagogos. Sucedía eso en sus propias narices por la negativa de Isabel I, cuyo reinado y ella misma estaban completamente agotados, carentes de ideales y de acción y la muy soberana se negaba a nombrar un sucesor. De manera que aquello de Carlyle: de que está muy bien lo del imperio británico, pero no sin Shakespeare, cobraba vigencia en ese momento.

Para describir lo que fue Roma, un milenio y medio después, cuando César en su regreso a Roma como general victorioso se convierte en dictador y Marco Antonio agrupa en torno suyo a los conspiradores, Shakespeare echa mano de uno de los episodios históricos más impactantes en la historia de Roma.

Cicerón, interpelado en la obra, describirá aquel tiempo en los siguientes términos: “Es esta una época bastante extraña, por cierto, ya que los hombres pueden interpretar las cosas a su manera en el sentido contrario al de las cosas mismas”.

“Ayer el ave de las tinieblas –se lee en otra parte de la obra shakesperiana– se posó en pleno día sobre la plaza mayor graznando y chillando. Cuando coinciden semejantes prodigios que nadie diga que son fenómenos naturales y la causa es esta; porque a mi juicio son presagios siniestros para el país que señalan”.

Todo ello acontecía en Inglaterra un año antes de que el calendario gregoriano desembocara en el de 1600.

Hoy, y en este país llamado Venezuela, la ansiedad reviste características existenciales semejantes, mutatis mutandis, a las de aquella azarosa época descrita por Shakespeare en la Roma imperial, en esta tragedia del Julius Caesar, reflejadas en la Inglaterra de sus dolores.

Veamos por qué.

Quien desconozca en este país el papel que desde hace ya bastantes años, a pesar de su apariencia juvenil, viene desempeñando Lorenzo Mendoza, o carece de criterio o la cabeza no le da para más que para llevar sombrero, llegado el caso. De manera que sobre su relevancia como organizador empresarial, como líder en acción con capacidad para conducir a Venezuela al autoabastecimiento en cualquier orden, si las trabas no se lo impiden como hasta el presente, ha sido la tarea para la que se ha sentido llamado. Y eso sí es hacer patria a la vista de unas realizaciones inocultables, ya que hoy ¿quién podrá creer aquello de Chávez de que lo que pretendía es que los niños no se alimentaran de los desperdicios que los ricos botaban como basura en los contenedores, ante la desolación actual de los automercados y aquella otra “perla de lo de la perrarina (que, si entonces no era más que una patraña, hoy es la triste realidad de todos los días como consecuencia de aquella ideología, o lo que de ella queda que ha conducido a la búsqueda de la comida en los basureros: los desperdicios que ellos dejan, los revolucionarios de ahora)? Y por ello mismo, es de ahí, justamente, de donde surge el clamor cada vez más contundente de que sea Lorenzo Mendoza quien tome las riendas del país, una vez que los votos de los ciudadanos lo conviertan, abrumadoramente, en el próximo presidente de la República. De aceptar la candidatura, van a sobrarle votos frente a la incompetencia de esas aves de las tinieblas que se apoderaron a ojos vistas, un día infausto, de uno de los países más hermosos del planeta valiéndose para mantenerse de la complicidad extranjera, como ya es notorio a estas fechas.

Cuando una situación de estas se produce en un país, y hay un líder que duda o cree que no dispone de credenciales suficientes para dirigirlo, no hay más remedio que recurrir a aquel simplicísimo argumento que formuló, para ocasiones de incertidumbre, el filósofo medieval Duns Escoto: “¿Conviene?… ¿Se puede?… ¿Se debe?… Pues, hágase”.

En la obra de Shakespeare, la cita de Escoto se plantea en otros términos. De manera que a la propuesta de Casca de invitar a comer en su casa a Casio, este responde:

“Sí; si estoy vivo ( por lo de la incertidumbre existencial),

si no cambias de opinión

y si vuestra comida vale la pena ser comida”.

Por otra parte, cuando Marco Antonio, el amante de Cleopatra, le ofrece a César la corona como rey de Roma ante el clamor popular –como está ocurriendo hoy en Venezuela con Lorenzo Mendoza (ante el abrumador silencio de la oposición, por cierto) para hacer frente al sorpresivo e inconstitucional adelanto de las elecciones por parte del gobierno–, Casca cuenta a Bruto de esta manera las cosas:

“Vi a Marco Antonio ofrecerle una corona (aunque no era tampoco una corona, sino una de esas guirnaldas)… y como os decía, la apartó una vez; pero a pesar de todo, pienso que le habría gustado tenerla. Entonces se la ofreció otra vez; nuevamente la rechazó; pero tengo para mí que se le hizo muy pesado retirar de ella los dedos. Y luego se la ofreció por tercera vez y la alejó de sí”.

Pero la insistencia del pueblo venezolano, en el caso de Lorenzo Mendoza, sigue en aumento y, si es verdad que, a veces, el pueblo se equivoca, esto no suele suceder cuando se trata de una coyuntura existencial como la de ser o no ser. Y esta es una de esas coyunturas, con la diferencia de que hay un hombre y un líder con suficiente capacidad para salvar al país. De modo que Lorenzo Mendoza debe escuchar a la gente –a su país– al que en tiempos normales pudiera haber autoabastecido en cualquier orden de exigencias (algo para lo que se necesita ser hombre de Estado… y mucho) para llevar a buen fin ese clamor que lo señala ahora como el salvador.

El salvador de la res publica.

Y parodiando a Shakespeare habrá que concluir con aquello de Bruto y su sospechosa lealtad a César: No es que deje de amar lo que vengo haciendo en el sentido de formar los gerentes tan necesarios para el país; lo que pasa es que mi amor por ese país es mucho mayor.

Y es que por encima de todo está la supervivencia de un país llamado Venezuela el cual, como digo, se halla en un peligro inminente, víctima de esa quincalla ideológica trasnochada y estéril con la que el gobierno actual trata de dar continuidad a su propia impericia.

El sabrá (Lorenzo Mendoza, digo) hablar con quien tiene que hacerlo, dada su capacidad para delegar y tomar decisiones, para plegar en su favor a quienes todavía no ven con claridad o no les interesa la actual realidad venezolana.

Ello sea dicho sin alusiones.

Los ingleses a quienes no les ha ido tan mal (al menos hasta el brexit) en esos tiempos clasificados por ellos mismos como “contentious”, saben que es entonces cuando deben acudir a Shakespeare y abrir una de sus obras. Esta de Julius Caesar es, desde luego, la de mayor raigambre histórica, y eso es lo que hacen. Y eso es lo que conviene hacer, de acuerdo con Duns Escoto: acudir a quienes tienen mayor experiencia, tanto política como social en lo que atañe al país como tal y, en este caso, a su continuidad en el tiempo.


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