El mundo tardó una década en comprender la inmensa dimensión del mal representado por Hitler y el nacionalsocialismo y caer en cuenta que la insistencia en buscar desvíos a su responsabilidad moral pretendiendo impedir el monstruoso daño que el caporal austríaco le infringía a la humanidad recurriendo al diálogo, al entendimiento y al pacto no era solo un inútil ejercicio diplomático sino una criminal y suicida irresponsabilidad. Peor aún: un ominoso contubernio con el genocida. 

En históricos cinco días que comenzaran el 5 y culminaran el 10 de mayo de 1940, la parálisis propiciada por el jefe del gabinete británico Neville Chamberlain fue resuelta de raíz con su separación del poder y la entrada en el gran escenario de la historia del viejo líder conservador Winston Churchill. El postrer recurso de la corona. Quien viera al monstruo de frente y asumiera la grave responsabilidad de hacerle frente “con todas las opciones que estaban sobre la mesa”. En un histórico discurso les dijo la trágica verdad a los ingleses: no llegaba a traerles la paz y la felicidad inmediata que el pacifismo alimentara dándole largas a la obligación moral de jugarse la vida por la paz, asumiendo la guerra: “no les ofrezco más que sangre, sudor y lágrimas”. Lo dijo en el momento más trágico de la historia europea desde la Primera Guerra Mundial: Europa entera en manos de Hitler, que luego de conquistar los países nórdicos, acababa de derrotar a Bélgica y estaba ocupando Francia. Había llegado a Normandía y sólo le faltaba cruzar el Canal de la Mancha e invadir Inglaterra para terminar por apoderarse de Europa del Atlántico a los Urales. Y aprontarse, aliada con Italia y Japón, a conquistar el planeta. La peor pesadilla imaginable desde los tiempos de las invasiones de los bárbaros a la caída del Imperio Romano y la entrada de los musulmanes tras la Hégira. 

Pero era comprensible: en poco menos de seis años, Hitler había demostrado su gigantesco talento y su insuperable capacidad de liderazgo devolviéndole la grandeza de una gran potencia a un país que asumiera postrado en la peor crisis social, política y económica de su historia, con 6 millones de cesantes, una inflación nunca antes vivida por nación europea alguna, y humillado por la derrota de la Primera Guerra Mundial. Sin que nadie lo advirtiera, se había rearmado hasta los dientes, había revolucionado el arte de la guerra, llevando su motorización a sus máximos extremos, había puesto a la aviación y a sus carros blindados en el corazón de sus ejércitos y había reunificado a los alemanes devolviéndoles la perdida confianza en si mismos. Siguiendo las enseñanzas de su paisano Karl von Clausewitz había hecho realidad su concepto de “la guerra total” y convertido a la nación alemana en un solo y demoledor puño de hierro. En esos cinco días de mayo nadie daba un peso por Occidente, la democracia, el liberalismo y la paz. 

Tras más de tres lustros de devastadora dictadura apostando todas las cartas al diálogo, por fin el mundo ha comprendido que el diálogo no solo no nos ha traído la paz: nos ha hundido en la tiranía. Y algo aún más importante: lo han terminado por comprender sus principales mentores: las fuerzas social democráticas y socialcristianas venezolanas que nariceadas por los demócratas norteamericanos y sus líderes Barack Obama y el matrimonio Clinton, la Internacional Socialista, el Vaticano de Jorge Bergoglio y la ONU de Antonio Gutérres han alimentado inútiles y vacuas esperanzas. El giro se ha debido a la irrupción en el escenario mundial de un empresario odiado multitudinariamente que ha terminado por demostrar no solo su inmenso talento político, sino su gran coraje y determinación: Donald Trump. Acompañado por uno de los fenómenos histórico electorales más importantes de las últimas décadas: la derechización de las grandes tendencias políticas de Occidente. Que en nuestra región han culminado en las victorias de Mauricio Macri, Sebastián Piñera, Iván Duque y Jair Bolsonaro. Principales y eventuales aliados de las fuerzas democráticas venezolanas, aún sumidas en diferencias estratégicas aparentemente insalvables: de un lado las representadas por María Corina Machado, Antonio Ledezma y Andrés Velásquez, y del otro las representadas por el llamado Frente Amplio: AD, UNT, PJ, AP y VP. A su vez entrecruzadas por diferencias que reproducen los grandes lineamientos estratégicos que las dividen.

Más que a la acción de estos últimos, la victoria estratégica que ha llevado a la presidencia interina de Juan Guaidó se ha debido a la visión de los primeros. Fueron las fuerzas de María Corina Machado, respaldadas por sectores del otro grupo, concretamente activas a través de los partidos Vente Venezuela y Alianza Bravo Pueblo, unidos en Soy Venezuela, quienes insistieron en la necesidad de apoyarse en el artículo 233 de la Constitución, el fin del período constitucional de Nicolás Maduro y la denuncia a la usurpación del mando de juramentarse respaldado en unas elecciones fraudulentas. Todo lo cual contando con el poderoso respaldo de Luis Almagro, la OEA, el Grupo de Lima y, last but not least, el Departamento de Estado y la Casa Blanca. De allí el giro copernicano sufrido por la situación venezolana a partir del 23 de enero, el reconocimiento de 47 naciones a la presidencia interina de Juan Guaidó y el rechazo global a la propuesta de mansedumbre y sometimiento a la tiranía predicada por el Vaticano y las fuerzas sobrevivientes del Foro de Sao Paulo: Cuba, Nicaragua, Uruguay y Bolivia.

¿Podemos considerar que el trabajo está hecho? De ninguna manera. Falta pasar del arma de la crítica –ya conquistada y fortalecida mediante el rechazo al diálogo y el reconocimiento global de Juan Guaidó– a la crítica de las armas, aún incomprendida por la mayor parte de nuestros aliados, con la excepción de Estados Unidos y Donald Trump, Colombia e Iván Duque, Brasil y Jair Bolsonaro.  Debemos pasar del recurso a la Injerencia Humanitaria al Derecho a Proteger, establecido por las Naciones Unidas en 16 de diciembre de 2005: los Estados miembros de la ONU están obligados a proteger a los pueblos de las violaciones de los derechos humanos cometidos por los Estados, incluso con la fuerza de las armas. No se trata de ayudar a sobrellevar una crisis humanitaria: se trata de impedirla mediante la intervención armada y la derrota de los Estados violatorios.

Es el punto en que nos encontramos. El presidente Juan Guaidó ya ha asomado la intención de exigir ese auxilio armado de nuestros aliados, ante la traición de nuestros ejércitos. Le asiste el derecho internacional, la responsabilidad moral y el apoyo global de parte de su pueblo y las naciones democráticas del orbe.

Cuenta con el pleno respaldo de Venezuela.


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