La feroz respuesta del régimen de Maduro al programa de ayuda humanitaria que el presidente encargado Juan Guaidó, la Asamblea Nacional, gobiernos de varios países y numerosas organizaciones no gubernamentales intentaron ingresar a Venezuela el 23 de febrero, tiene, en medio de su dramático desenlace, un beneficio: acaba, de una vez por todas, con las expectativas que, contrariando años de evidencias en sentido contrario, insistían en que todavía había alguna posibilidad de diálogo y negociación. Eso sugiere, de entrada, que la unidad de los factores de la oposición tendrá que fortalecerse todavía más. No se puede desconocer el carácter de lo ocurrido: ante una iniciativa humanitaria y de carácter civil, el gobierno ha desplegado un ataque de carácter militar, paramilitar y delincuencial. Ha asesinado, herido, gaseado, detenido y golpeado a ciudadanos indefensos, como si se tratara de un enemigo armado. Y ha quemado una parte de la ayuda, principalmente medicamentos, como si se tratase de material bélico.

Frente a los letales desmanes del gobierno, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha expresado un categórico rechazo a la dictadura y ha exigido la restitución de la democracia. Los hechos del 23 de febrero han permitido documentar un conjunto articulado de delitos, que entran en el campo del Derecho Internacional Humanitario. En la reunión del Consejo de Seguridad se expresó, con total nitidez, un argumento que adquirirá una importancia fundamental en los próximos tiempos: que las violaciones de los derechos humanos no tienen un carácter nacional. Son crímenes que autorizan a las naciones a intervenir. Sobre todo si, como viene ocurriendo, la situación interna amenaza la seguridad de otros países, particularmente a Perú, Ecuador, Brasil y Colombia. Cada día son más numerosos los países que suscriben lo evidente: Maduro es una amenaza para la paz y la seguridad.

Por otra parte, los 18 puntos que contiene la declaración del Grupo de Lima apuntan en la misma dirección: condenan al gobierno de Maduro; denuncian el carácter ‘intencional’ de la privación de alimentos, medicinas y servicios públicos, a la que se está sometiendo a los venezolanos, especialmente a los sectores más vulnerables, para mantenerse en el poder. El Grupo de Lima se comprometió a colaborar para que los responsables de las violaciones de los derechos humanos comparezcan ante la justicia; e insistió en solicitar a la Corte Penal Internacional que sume a los procedimientos en curso las acciones de violencia criminal en contra de la población civil y el rechazo de la asistencia internacional. Además, anunciaron que solicitarán la designación, por parte de la ONU, de un experto o una comisión que se concentre en las violaciones de los derechos humanos en Venezuela.

Estos dos encuentros no dejan lugar a dudas: la sensibilidad hacia la crisis humanitaria, social y política venezolana se disemina y hace cada vez más activa, y constituye el marco para pensar cuáles son los escenarios, partiendo de la premisa de que los venezolanos no estamos solos en nuestra lucha. 

En estos días ha adquirido un carácter protagónico, el más difícil de los escenarios en las circunstancias actuales, el de una intervención militar. Hay legislaciones internacionales, códigos diplomáticos, requisitos de carácter político –uno de ellos, que todos los recursos deben agotarse–, por mucho que ese sea el deseo de la inmensa mayoría de los venezolanos. 

Un segundo escenario es el de un pronunciamiento militar por parte de sectores de la FANB, que se oponen a seguir colaborando con la destrucción de Venezuela. En mi artículo de la semana pasada describí algunos de los mecanismos y realidades que hacen también difícil esta otra expectativa pero no imposible. El fenómeno de funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana que huyen hacia Colombia es una prueba de que la disidencia es real, pero no articulada hasta el momento.

Un tercer escenario, fruto de la presión internacional –que se acentuará a partir de los hechos del 23 de febrero– que obligaría al régimen a realizar concesiones, se ha volatilizado: el poder puso en evidencia que no entregará el poder, salvo que sea obligado a ello. Y, todavía peor, que usará toda la fuerza disponible y necesaria para mantener la usurpación. Los hechos del 23 de febrero obligan a dejar atrás las ilusiones: tenemos por delante un camino de lucha que no debería ser abandonado.

Un cuarto escenario, que muchos parecen olvidar, es que se produzca una reacción del pueblo en las calles, de tal contundencia, que obligue a Maduro a salir de Venezuela. ¿Esto es posible? Me parece que es necesario considerarlo. Una serie de procesos en curso: la continua caída de la producción petrolera, el hambre y el abandono, el incremento de la corrupción y las prebendas, las deudas estrambóticas de Pdvsa y del Estado venezolano, la persecución a los sectores productivos, todo eso nos indica que la hiperinflación y la escasez continuarán, que los anaqueles se clasificarán en dos categorías: o los que están completamente vacíos, o los que estando llenos, lo están a unos precios que solo unos pocos, muy pocos, podrán pagar.

Si estos elementos que aquí he anotado tienen alguna validez, entonces lo que corresponde es seguir adelante, movilizarse, denunciar, hacer acopio de fuerzas, sacar el mayor provecho de la solidaridad internacional: en otras palabras, fortalecernos a medida que el poder se debilita.


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