Una Constitución no es tan solo, como se cree, un cuerpo de leyes positivas “dadas”, un mandato supremo del más allá que, cual Venus, nace de un sagrado carey que brota de la espuma del mar. Tampoco dicho corpus cae del cielo para ser puesto, nada menos que por Dios, en las santas manos del profeta Moisés. (Por lo demás –y permítase aquí un breve paréntesis, a modo de aclaratoria–, que se sepa, a ciertos redactores criollos de constituciones no les cuadra precisamente –piénsese por un instante en el insigne señor Escarrá– ni la figura de Moisés ni, mucho menos, la de Venus, desnuda en su concha marina). No: ni cae del cielo ni sale del mar.

Una Constitución es la autoconsciencia y el sistema del Espíritu de un pueblo, de una nación, el fundamento conceptual de un Estado adecuado consigo mismo, armónico, que conforma la unidad del todo y de las partes, de lo uno y lo múltiple, de la identidad y la diversidad, que impide que los mezquinos intereses particulares y el agitamiento centrífugo de los más variados sectores sociales o territoriales, las inclinaciones religiosas, los egos heredados de un largo pasado caudillesco, traspasen los límites de la razón y se desborden en medio de la locura disoluta, corrupta y autodestructiva, la misma locura que en el menesteroso tiempo presente parece incendiar y consumir el destino de Venezuela, en nombre del “pueblo”.

La pujante nación que comenzó a surgir con la muerte de Gómez y se consolidó con el derrocamiento de Pérez Jiménez, ya no existe. Y no volverá a existir. El mapa territorial venezolano semeja la figura de un elefante. La muerte por inanición de Ruperta –la bella, admirable y elegante elefanta de otros tiempos, que bajo la administración del actual régimen se fue mostrando cada vez más descompuesta, más famélica, más esquelética– es una fiel metáfora de la Venezuela que se fue o, más bien, que una mayoritaria parte de la población permitió que se fuera, en el momento en el que –¡oh, insensatez!– el entusiasmo por un taimado “vengador” decimonónico encandiló la mirada y nubló la mente de una población hecha de cortos recuerdos, ávida de la riqueza fácil y sin esfuerzo, esa soga de la que cuelgan los pueblos prestos al metálico y estridente canto de las sirenas populistas. Y fue por cierto bajo tales premisas que se diseñó el plan para pasar de la República democrática a la “bolivariana”, mediante el artilugio de confeccionar una nueva carta constitucional, “la mejor Constitución del mundo”, como fue definida por un estrafalario y mendaz dicharachero en su momento.

Fue entonces –y no, como se lo imagina el inmediatismo del “antiercito”, en el más cercano ahora– que se abrieron las puertas del infierno, ofrecidas como la entrada trasera –como siempre, por los “caminos verdes”– al paraíso terrenal, a la que los más desprevenidos ingresaron bajo el estridente fulgor de los fuegos artificiales chinos, el papelillo y las serpentinas rusas, los cánticos del fundamentalismo islámico, la santería y el son cubanos, en medio de una danza de miles de millones de dólares que iban siendo incinerados en medio de senderos in ricorso, de ruinas circulares, que no conducen a ninguna parte. La indescriptible algarabía, la francachela ante el ilusionado reparto de los “cupos” para viajeros –más tarde, sustituídos por el “raspadito” de divisas en el exterior–, hicieron sordos los continuos “exprópiese” y el cada vez mayor control financiero y de lo que, alguna vez, constituyó el aparato productivo del país, hoy en manos de quienes se propusieron, desde un principio, romperle los huesos a la educación, la salud, la seguridad, la infraestructura y los servicios públicos, haciendo desaparecer, “a paso de vencedores”, el país que una vez fue. Y todo ello bajo una consigna implícita, tácita, sobrentendida: sin droga y corrupción no hay revolución.

Y mientras se concretaba la pesadilla en la realidad, el texto constitucional fue puesto en evidencia: el puro ideal, la irrealidad del sueño de todos. Tanto que, a los fines de los intereses más cercanos, más inmediatos, más empíricos, se vieron en la necesidad de recurrir a una constituyente que interviniera el articulado nada menos que de la “mejor Constitución del mundo”. Se olvida que el ideal verdadero no aspira a su realización, por el simple hecho de que es real. Es la única realidad. Cuando se afirma que una determinada idea es demasiado buena para existir es porque se ha puesto en evidencia su inconsistencia y el hecho de que la realidad de verdad la supera. Lo que es racional es real, como dice Hegel. Una Constitución “perfecta” tiene que considerarse en relación con un determinado pueblo, es decir, sin perder de vista que, por más perfecta que esta resulte ser, no puede ser aplicada mecánicamente a todo posible pueblo, como si se tratara de un ejercicio matemático. Es verdad que la Constitución de un determinado pueblo es más excelente cuanto más excelente hace a su pueblo. Pero, viceversa, dado que las reales costumbres –la Bildung– de un pueblo, tal como este se va haciendo, son su Constitución viva, su carta constitucional tiene que hacer referencia continua a esas costumbres, esforzándose en plasmar el espíritu vivo de su pueblo. No existe una Constitución que sea apta, indeterminadamente, para cualquier pueblo, porque una Constitución que es buena para todo no es buena para nada.

El formalismo propio del derecho natural tiene que ser superado y conservado –como dice Vico– por el “derecho natural de gentes”. Los pueblos viven dentro de la historia, no fuera de ella. Y del mismo modo como un individuo es educado dentro de un Estado, es decir, así como es elevado desde su condición individual a una condición general –que es el camino del niño al hombre–, de igual modo son educados los pueblos: su estado de infancia o de barbarie se va haciendo estado de civilidad. Son los pueblos históricamente dados los que “oran y elaboran” sus constituciones, no las que comportan sus deseos sino las que dan cuenta de sus reales necesidades. Una sociedad que se comporta de manera distinta a su Constitución vive en el desgarramiento. Su modo de ser y su modo de representarse a sí misma no son compatibles, no se adecúan. Es entonces cuando, al tomar conciencia de semejante inconsecuencia, ocurren las explosiones sociales y se abre, como dice Marx, “un período de revolución”, porque la sociedad política, empeñada en imponer las formas de lo que no es, pretende seguir gobernando, mientras que la sociedad civil –las fuerzas productivas de la sociedad– no logra reconocerse en el espejo de semejante ficción. Como se podrá observar, es el propio Marx quien juzga y condena a todo régimen que pretende perpetuarse en contra de su ser social, y que se niega a comprender que su tiempo histórico ya ha concluido para siempre.   

                     

                        


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