En 1494, en Sevilla, Jorge Manrique publicó las Coplas a la muerte de su padre y al escribir: “Nuestras vidas son los ríos/que van a dar en la mar,/que es el morir”, su nombre pasó a la historia. Provocaba decirle entonces: “¡Jorge, es suficiente! ¡No escriba mas!”. Sin embargo, más adelante en esas mismas coplas de pie quebrado con las que se eternizó en la memoria del mundo, se preguntó: “¿Qué se fizo el rey don Juan?/Los infantes de Aragón/¿qué se fizieron?/¿Qué fue de tanto galán,/qué fue de tanta invención/como trujeron? y condensó así, de manera clara, la fugacidad del tiempo y la naturaleza vana y transitoria de la fama y la celebridad, el Sic transit gloria mundi (¡así pasa la gloria del mundo!) que le escuché decir al cardenal Ottaviani, tres veces seguidas, cuando fue electo Juan XXIII y se desplazaba por la piazza San Pietro en medio del fervor de la multitud que gritaba ¡E vivva il Papa! ¡E vivva il Papa!

Tomasso di Lampedusa escribió Il Gatopardo cuando era un hombre muy mayor y la frase que concibió: ¡Que todo cambie para que todo siga igual!, lo hizo más famoso que la propia obra que lo dio a conocer mundialmente. Y Juan de la Cruz inscribió su nombre como uno de los grandes poetas de lengua castellana cuando reunió varios que en un no sé qué que queda balbuciendo, y se refirió a “la noche oscura”. ¡Ellos permanecen!

Es esta permanencia la que desearía para mi país. Que funcionen los servicios, pero sin alterar los desafueros de mi idiosincrasia. Quiero decir, que el transporte público sea puntual y eficaz, que cesen los apagones, que el aseo urbano recoja a tiempo la basura sin regar los desperdicios y sin insolentar al vecindario con gritos de pesada vulgaridad, que el agua llegue diariamente a casa; que la tarjeta postal no se pierda; que desaparezca el ¿cuánto hay pa’eso? Que la conferencia comience a la hora pautada y el presidente de la República se ajuste a sus obligaciones y deje de mentir o de escamotar los dineros de los contribuyentes y de hacer trampas en las elecciones. No escuchar más el ¡quítate tú para ponerme yo! Que sea esto lo que cambie para que el país comience a funcionar como tal y no como una acumulación de desventuras y desatinos. Pero que lo demás quede intacto: la guachafita, la mamadera de gallo, el tuteo, el llegar tarde a la cita; el nos vemos mañana, el ¡ay mi amor!, el ¿cuándo llegaste seguido del ¿cuándo te vas?; la viveza criolla; ¡el Magallanes será campeón!, el trópico, la luz de febrero y el color esmeralda del mar Caribe. 

No quiero ser como Holanda o Bélgica, pero tampoco como Haití. Quiero ser el país que soy, pero más digno, más esclarecido y moderno, macerado en sus propios jugos, afirmado en el torrente cultural que discurre entre nosotros desde el momento en que habló un poeta sin saber que se estaba removiendo bajo sus pies el magma del petróleo.

Quiero que el país que vislumbré y me esforcé por hacer posible cuando fui joven e impetuoso aparezca y diga: ¡Presente! y no este, agobiado y menesteroso, que padezco en mi senectud. Lo quise vivo, enérgico, capaz de mirar de frente a los países más desarrollados; un lugar en el mundo donde la industria y el comercio ocupasen niveles de alta jerarquía y las aguas universitarias y del conocimiento, represadas por la mediocridad del cuartel, rebasasen el dique y generasen un turismo cultural para demostrar que lo que hace avanzar a los países no es, necesariamente, la economía, como piensan los políticos, sino la cultura.

Pero, en lugar de ese asombroso país moderno y deslumbrante, ¿qué tengo? Tengo un Estado forajido, políticamente desasistido y quebrado económicamente, excecrado por muchos países libres, pero que aún cuenta con el apoyo de Rusia, China, Cuba, Bolivia, Nicaragua y algunas islas antillanas. Un país agobiado por la ineficacia, el rigor militar y la presencia del narcotráfico. Una educación que se va a pique pregonándose a sí misma como el escandaloso fraude que sigue siendo. No es que yo o mi generación hayamos fracasado; es que lo que ensombrece y perturba la vida venezolana es la pesada y ominosa presencia del caudillo militar más que el abusivo brazo del caudillo civil; pero entre ambos, de mano en mano; del Comité Ejecutivo Nacional Socialdemócrata al Comité Ejecutivo Nacional Socialcristiano y la interferencia y el acoso militar que se hicieron presentes al aparecer los próceres de la Independencia, se ha venido apagando nuestra alegría de vivir. 

Es lo único que pido a mi avanzada edad: que retorne la vida sosegada; que los militares regresen a sus cuarteles, que dejen colgado el uniforme y las armas y se vistan de civil si quieren entrar en el debate político. Que se castigue a los narcotraficantes con penas aun mayores que las que recibieron los sobrinos de la primera combatiente; que un nuevo Manrique escriba coplas de vida y algún fraile de profundas liturgias hable sobre nuevas iluminaciones y raptos místicos. ¡Que cese la diáspora, vuelvan las golondrinas de Becquer y podamos partir el pan, en paz, a la hora de sentarnos a la mesa! 


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