Con esa pregunta a guisa de título se exhibió en Latinoamérica el filme The Hangover (2009), dirigido y producido, como sus secuelas, por Todd Williams. La película versa, lo prefigura la interrogante, sobre la resaca de un grupo de amigos, incapaces de recordar las tropelías perpetradas la víspera en una despedida de solteros. Fusilo el nombre de la cinta porque seguramente ayer nos emborrachamos de triunfo y hoy podríamos amanecer enratonados de vacilación antes del round final de la pelea por el cese de la oscuridad y la usurpación. El régimen ha tratado de contener con inusitada, mas no sorpresiva, ferocidad el avance de las fuerzas libertarias aglutinadas en torno al presidente interino de la República. Guerra eléctrica (y no psicológica) bautizaron Maduro, Padrino, Cabello & Company esta contienda en la cual el empate está descartado y la victoria ha de alcanzarse por knock out. En este sentido, la última movilización opositora ha debido ser un significativo avance de la Operación Libertad y preludio del fin de los oprobiosos y violentos ataques contra una ciudadanía en peligro de extinción, armada únicamente de razón, y mucha.

Tanta razón puso a los verdugos a rezar el Yo pecador. Admisión de culpa sin contrición y con penitencia pagada por inocentes, tal las sanciones a planteles educacionales por haber dictado clases durante los lapsos de holgazanería decretados por el madurato –remedio casero (¿purgante?) de los apagones–, y el racionamiento de electricidad, instrumentado arbitrariamente a objeto de pillar fuera de base a la población, amenazándola con una guerra civil (en cuyo caso una intervención multilateral en el conflicto, aunque deplorable, sería inevitable), y mantenerla al borde de una crisis nerviosa, fórmula infalible para la postración desarrollada por alienistas soviéticos y refinada en Cuba.

«A confesión de parte, relevo de pruebas» es una frase un tanto dogmática y de origen remoto tenida, al menos entre picapleitos, por axioma indiscutible; se le invoca más de lo debido en los tribunales ordinarios e incluso en las más altas instancias (per)judiciales del país chavista –lo he constatado con la inestimable asistencia de Sherlock Google y la elemental ayuda del wikipédico Watson (1)–. Se podría desde luego discutir la validez de la confesión en tanto argumento irrefutable de culpabilidad, pero en lo inherente a la responsabilidad de la administración castro bolivariana en la debacle de nuestra industria eléctrica, la destitución del ministro Motta Domínguez reduce a irrisión el yo no fui-fue el imperio-fue Guaidó, persistente letanía y jabón perdonante de pecados utilizado por Nico Pilatos Maduro en su lavado de manos; ablución eximente de vínculos con el desastre energético e hídrico, y condenatoria de quienes no tienen arte ni parte en su deposición. Si no fuese por lo trágico del asunto, la intervención de Corpoelec y la designación del ingeniero Igor Gavidia en reemplazo del general domesticador de unicornios, hipogrifos y quimeras, suscitarían sonoras carcajadas El desempolvado burócrata estuvo al frente del electrominpopo allá por el año XV de la re(in)volución socialista. Llegó al cargo en sustitución del good for nothing Jesse Chacón y solo duró una semana –le reemplazó quien ahora le cede el puesto–: le quedó demasiado holgado el camisón. Fue presidente de Edelca y se le recuerda por sus exorcismos. En circular del 6 de febrero de 2010, invitaba al personal «a rogar a Dios por el sector eléctrico nacional». Acaso ahora decida comunicarse en sesión espiritista con Nikola Tesla, a ver si este le ilumina con alguna genialidad de su invención y pueda restituir la corriente de modo constante y sin interrupciones. Gratuitamente. Así lo hubiese querido el mago del electromagnetismo. De la autointervención mejor no hablemos.

Mientras la reestructuración del despacho se desarrolla sin entusiasmar ni convencer, pues acarreó apenas el sacrificio de un peón, gambito de escaso beneficio en el ajedrez rojo, la dictadura eleva sus apuestas y ensaya sin arte un volapié, creyendo vencido al toro. Por enésima vez, mozos y monosabios del espurio tsj nombrado por Cabello extienden, por órdenes del ejecutivo, el decreto de excepción y emergencia económica, y uno se pregunta qué sentido tiene prorrogar lo probadamente inservible. Tampoco le será de mucho provecho al usurpador el allanamiento de la inmunidad parlamentaria del presidente encargado, solicitada por el muchacho de los mandados a la corte de los milagros, y concedida de buen grado por los prostituidos prostituyentes, valga la redundancia, pleonasmo o reiteración. Es irrelevante el nombre de la figura retórica: tanto la petición del convicto Mickey Navaja Moreno, cuanto la aquiescente luz verde de la claque de paniaguados envalentonados al amparo de psicópatas provistos de armas de grueso calibre para dar rienda suelta a sus instintos homicidas, son nulas de toda nulidad, aspavientos propagandísticos anunciados con el propósito de no desmoralizar a la clientela. Misión imposible. Por su catadura, los prosélitos del PSUV son esencialmente amorales, al menos en lo atinente a la ética democrática.

Ayer quizá se desataron los demonios de la ira y se armó el soberano PEO (Protesta Estratégica Organizada, según convocantes), aguardado con ansias por el inmediatismo, y paciencia de Job por quienes hacen de la esperanza su último recurso. A partir de ahora la pelea es peleando. No se debe poner la otra mejilla a unos cuantos forajidos apertrechados con fusiles y garrotes. Ya se les ha concedido demasiada beligerancia. Por la buenas. Hasta una amnistía se les ofrece (olvido, más bien). Son minoría con el miedo a su favor. Desarmados no son nadie ni nada representan. Se atreven a pedir la cabeza de quien les quita el sueño, en una sociedad que abolió la pena de muerte hace más de siglo y medio –en 1864 Venezuela se convirtió en la primera nación del planeta en proscribir la pena capital para cualquier tipo de delito–, y se desgañitan pidiendo desde la cueva de Ali Baba ¡paredón para Guaidó! Chávez, émulo de la reina de corazones en el país de las maravillas, suspiraba en esta tierra de gracia por cabezas fritas de adecos. Esca(spa)rrá, fiel a su legado (¿?), podría incluir esa bárbara legitimación de la venganza, conjuntamente con la regularización del vigilantismo y la creación de tribunales populares en procura de justicia sumaria, en el texto constitucional fraguado en secreto como todo crimen. ¡Es inadmisible semejante retroceso! Llegó la hora de suministrarle a esa panda de malhechores una buena dosis de su propia medicina y convertir la transición en categórica ruptura con el pasado. En fin de cuentas, el chavismo ni siquiera fue presente y mucho menos futuro. Siempre fue prehistoria.

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(1) Pregunté a mi buen amigo el Dr. Enrique Sánchez Falcón, abogado constitucionalista y profesor universitario, por el origen de la máxima y esto me respondió, citando a un tal Faustin Hélie, autor de una Teoría del Código Penal y un Traité de l’intruction criminalle: «Es un vestigio de la época en que la confesión era la reina de las pruebas. Tesis penosamente elaborada por la ciencia sutil y estrecha de los criminalistas de los siglos XVI y XVII, no pudo resistir el soplo filosófico del XVIII».


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