Transcurren los días, la represión aumenta y se perfeccionan y profundizan la crueldad oficial y los métodos y mecanismos para ejercerla. Aumentan los números de las víctimas fatales, los lesionados, los torturados y los detenidos ilegalmente a los que no se les reconoce el derecho al debido proceso; la hiperinflación destroza el ingreso del ciudadano común; impunemente los grupos armados e irregulares auspiciados, protegidos y financiados por el gobierno incrementan la virulencia de los ataques a las personas, a la propiedad privada y a las pertenencias ajenas. Se inventan tenebrosas conspiraciones nacionales e internacionales supuestamente orientadas a desestabilizar al régimen. Mienten exhaustivamente y ocultan las cifras de desempeño económico, pretendiendo vender un utópico país que está muy lejos del horror en que vivimos los ciudadanos. Tratan de infundir miedo, mediante la escandalosa manipulación de las leyes y la institucionalidad para acusar, acosar y calificar de enemigo, sin recurso de apelación, a todo aquel que profesa ideas y valores diferentes de lo que el oficialismo totalitarista asume como el bien común. Crean una alharaca, sin lógica ni fundamentos, sobre el significado de las acciones adoptadas por la comunidad internacional, para sancionar a funcionarios venezolanos vinculados con delitos de violación de los derechos humanos y lavado de dinero. Manipulan a las masas de sus seguidores exacerbando sus peores instintos, y crean así una avalancha de odios hacia la disidencia que nadie parece capaz de detener. Actúan, con gran complicidad e impunidad, para permitir el repunte de una de las lacras sociales que más daño causa a una sociedad: la corrupción, al extremo de que el afán de enriquecerse en el menor tiempo posible que domina a sus validos, sean estos políticos, militares, comerciantes o figuras más o menos públicas, ha generado, entre ellos, confrontaciones de diversa índole.

En síntesis, el régimen ha tratado, por todos los medios a su alcance y con el poder totalitario del Estado, de aplastar la voluntad de cientos de miles de personas, al buscar potenciar su sumisión y la desaparición del ansia de libertad que es la condición esencial de los seres humanos. El gobierno irresponsablemente asume el papel de feroz contendiente, en lugar de abrir, mediante acciones políticas contundentes y veraces, los caminos para el entendimiento y la paz; los cierra a través de un discurso altanero y desconsiderado en el cual campean intentos de dominación gubernamental de la sociedad, perversas órdenes de incremento y profundización de la represión, falsedades, descalificaciones y violaciones de las leyes. A pesar de ello, la fuerza de la protesta crece, persevera, se mantiene, se reinventa y se extiende a diversas ciudades y sectores sociales. Es una suerte de loca espiral en donde se confrontan la violencia oficial y la resistencia heroica, una y otra vez, sin que la balanza de resultados de la pugna favorezca claramente a ninguna de las partes involucradas.

A pesar de los diarios enfrentamientos con una parte importante de la población, el régimen no ha cedido un ápice a las justas demandas de la disidencia, condiciones mínimas estas que facilitarían la posibilidad de mantener conversaciones, con eficacia política, sobre la forma de abordar conjuntamente las soluciones a la terrible situación que vive el país en todos los órdenes.

No es posible iniciar un proceso de desarrollo sustentable cuando las causas y cicatrices de la contienda no han sido resueltas y sanadas. Después de esta fase de horror y abusos de los derechos humanos como la que estamos viviendo y para la que no se vislumbra su tiempo de terminación, nuestra sociedad requiere la reconstitución de su tejido social asegurando la convivencia mediante procesos de entendimiento sostenibles en el largo plazo. Pero ese camino está repleto de escollos.

Promover un diálogo supone: la edificación institucional de la democracia y el Estado de Derecho; contar con instituciones políticas y judiciales respetadas y creíbles para la administración y solución de conflictos por vías no violentas; llegar a un consenso sobre lo que no es aceptable promover y los medios que resulta inaceptable emplear para proteger intereses, por legítimos que sean. Todo eso supone la aplicación de un enfoque multilateral del ejercicio de la justicia en el proceso de cambio en el que estamos envueltos. Se debe privilegiar la actitud reflexiva sobre lo emocional. Sin ello, la paz es apenas el interregno de una inacabada espiral cíclica de conflicto y violencia. Si bien la resolución de los conflictos se encamina en el corto y mediano plazo a llegar a arreglos que satisfagan mínimamente las demandas de los contendientes, la transformación del conflicto supone atender y dar solución a los problemas estructurales y culturales profundos que le dieron vida, y restablecer el tejido de convivencia social que ha sido roto durante los últimos cinco lustros.

Vivimos una nueva era, “el madurismo” emite los últimos estertores de su agonía, pero el régimen continúa anclado en viejas doctrinas que le impiden ver cómo es la realidad que lo circunda. La revolución que necesitamos es la de nuestro pensamiento. Solo una transición hacia un nuevo paradigma de desarrollo moderno, democrático, capaz de administrar y resolver los conflictos de manera institucional, honesta y no violenta, podrá dar respuesta a los anhelos de paz y progreso de la sociedad venezolana.


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