Cuando se escribe la palabra pueblo y, sobre todo, cuando se pretende que ella tenga un contenido concreto, que evoque, si no toda la humanidad de una nación, por lo menos un sector representativo de ella, que no sea un puro sonido de la voz, un simple dibujo de letras o un impreciso complejo de confusas y vagas imágenes, lo mejor que se puede hacer es referirse a las prácticas de vida que con ella se quiere significar. Creo que ha sido Ortega el que ha pensado la cultura precisamente como el modo propio y particular que tiene un pueblo de habérselas con el mundo. Y habérselas es un verbo castellano difícilmente traducible a otros idiomas porque dice en un solo vocablo todo el complejo integrado de lo que constituye cómo un grupo humano piensa, siente y practica, esto es hace y se hace, la realidad toda en la que concretamente vive y se vive.

Así, pueblo es una manera total de hacer humanidad, mundo, vida y sociedad. Por eso cuando pretendemos referirnos en serio al pueblo venezolano, no nos queda otro camino que in-vivirlo, esto es, vivir por dentro su vida. Ello implica despojarse. El que nació y vivió, se formó, en otro pueblo, el que tuvo que habérselas desde el nacimiento con otra realidad, encuentra difícil ese despojo y por eso suele recurrir al juicio desde fuera, a la observación fácilmente prejuiciada por el mundo del que procede y, con mucha frecuencia, al otro lo convierte en ficción tanto si lo sobrestima como si lo desvaloriza.

Esto también le puede suceder, y de hecho le sucede, a quien, habiendo desde siempre pertenecido a nuestro propio pueblo, de él, de su propio sentido, se ha alejado a consecuencia de gran variedad de causas tales como: una educación sobrevenida, asunción de valores externos y hasta disgusto de lo propio percibido como humillante.

Por esto, muchas veces encontramos en nuestro país una distorsión en la percepción de nuestra realidad humana que nos lleva a pensar en una ruptura tajante y peligrosa entre venezolanos: los que se identifican con una forma de vida para ellos superior, la moderna, y los que practican la propia forma de vida del pueblo, esa en la que, como me dijo una vez un ilustre profesor, “está recontracondensado lo que habría que negar”.

¿Llegará el día en que lograremos que estos dos sectores dejen de negarse el uno al otro y confluyan en una profunda estima sintiéndose, percibiéndose y viviéndose de verdad como un solo y mismo pueblo?

Solo estimándonos, valorizándonos y amándonos sin distinciones, podremos formar juntos la unión que nos liberará.

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