La pasividad del pueblo venezolano es proverbial. Mientras más se empeña la dictadura en destruir las condiciones de vida que había logrado el país petrolero desde la segunda mitad del siglo XX, especialmente durante la época de la democracia representativa, más se doblega la población frente a las injusticias y los dislates de la dictadura de Maduro. Pero, como no hablamos de errores parecidos a los del pasado, sino de conductas criminales que se han enseñoreado sin rivales de consideración y desde cuya médula se atenta contra la supervivencia y contra la dignidad de las grandes mayorías de la población, estamos frente a una connivencia colectiva sin vínculos con los esfuerzos de democratización y de búsquedas de justicia que distinguieron a la sociedad, o a sus dirigentes, desde la muerte de Juan Vicente Gómez.

Se ha puesto de moda un análisis que trata de entender la pasividad social en las necesidades de supervivencia que acosan a las mayorías y que las obligan a mostrar una forzada indiferencia ante las canalladas del régimen. Como la gente necesita alimentos y medicinas, se dice con frecuencia, las mayorías de la sociedad aceptan con docilidad las dádivas del chavismo-madurismo mientras se preparan para tiempos mejores que llegarán algún día. No queda más remedio que congeniar con los mandones, en espera de la venganza de una explosión que los pondrá en su sitio, es decir, que los echará a patadas de la vida de una república que espera la ocasión de su renacimiento. Ciertamente pasa el pueblo por situaciones de extrema necesidad que lo obligan a procurarse el pan y la salud de cada día, es decir, a pasar agachado, pero el hecho no impide el descubrimiento de una indolencia de grandes proporciones debido a la cual se prolonga la permanencia de una dictadura ignominiosa.

Pero la explicación no proviene del pueblo dedicado a hacer fila frente a los abastos, las farmacias y los bancos, sino de un grupo de analistas y de gentes de la clase media que miran o quieren mirar desde una atalaya supuestamente divorciada de las penalidades populares. Se toman la licencia de explicar la inercia ante las penurias como si estuvieran en capacidad de entenderlas, o quizá con la intención de cubrirlas con un velo disfrazado de comprensión. Así actúa la masa ante el ataque de la dictadura, en una operación distinguida por la inteligencia y la paciencia, dicen y repiten en las redes sociales y en los espacios en los cuales se escucha una voz supuestamente más docta que no quiere ser plañidera porque se siente superior o, más bien, comprensiva desde unas alturas empeñadas en separarse caprichosamente del resto de la sociedad.

¿No hacen lo mismo los dirigentes políticos? Si consideramos su parálisis, o la necesidad de remendar las troneras de su techo con el escudo de la calma chicha de las mayorías de la colectividad, también estamos ante una evidencia de pasividad que no se diferencia de la que tratan de exculpar, de las faltas que quieren estudiar y perdonar desde otra torre de marfil dispuesta solamente a ver la paja en el ancho y largo hombro ajeno. Más que la pasividad, la incuria reina en sus conciliábulos o, mucho peor, la alimenta y multiplica para que se extienda por todos los rincones del mapa una entrega de principios republicanos fundamentales y un abandono de coraje cívico que se erige en explicación primordial de cómo una sociedad no es siquiera capaz de simular decoro frente a sus depredadores o de hacer pataletas ante sus enterradores. La explicación de una dejadez así de panorámica debe encontrar responsabilidades en quienes han pretendido encabezar el trabajo desde las alturas de la oposición.

Se da así el predicamento de un vínculo con los verdugos, de un nexo que tolera a los malhechores, de una convivencia anómala con los poderosos que determinan la orientación de la vida sin encontrar trabas de significación, y cuya permanencia solo se explica en el hecho de que nadie ha hecho mayor cosa para detenerlos. O, mucho peor, de que quizá la existencia de la sumisión dependa de la necesidad que tenemos de que exista, del placer que sentimos en la dominación, de lo bien que nos caen las infinitas fórmulas de complicidad, de las ventajas producidas por la posibilidad de escamotear las responsabilidades individuales y colectivas que se deben tomar en situaciones de calamidad. Lo mejor es no tenerlas, dejar que las cosas tomen su cauce ellas solas, porque nadie en el teatro quiere leer sus líneas para actuar luego en consecuencia. ¿No hemos llegado así o llegaremos a un envilecimiento generalizado?

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