La inmensa crisis que nos afecta ha dejado de ser exclusivamente nuestra. La catástrofe venezolana afecta, sin duda alguna, como se ha afirmado reiteradamente, por sus peligrosos elementos constitutivos, entre los cuales apoyo al terrorismo, narcotráfico, corrupción y otros crímenes de trascendencia internacional, una seria amenaza a la estabilidad y a la paz regionales y más allá.

Los cientos de miles de venezolanos que huyen de la violencia, de la persecución y del hambre no solo hacen más frágil a un país en proceso de descomposición, aunque a veces pensamos en exterminio, sino que resultan un problema que los gobiernos de nuestros países vecinos deben enfrentar, no solo porque les afecta económica, social y políticamente, sino porque se impone la solidaridad con un pueblo que huye víctima de la represión y del bandidaje que domina, la misma que una vez brindamos cuando por iguales razones recibimos en décadas anteriores a miles de hombres y mujeres que buscaban tranquilidad y progreso.

No es un simple problema migratorio que lleva a muchos a buscar una mejor vida, a encontrar su estabilidad económica, su progreso y su futuro. Es un problema más grave. Hoy huimos del terror, de la violencia, de la miseria, de la muerte. La gente busca salvar su integridad física, su vida y huye, busca refugio, asilo en otros países, lo que ha generado reacciones favorables y adversas en los países receptores, en sus sociedades y en sus autoridades.

Algunos gobiernos de la región, como los de Colombia y Brasil y de otros países más distantes, pero siempre vecinos, los de Perú, Argentina, Chile, Panamá, han entendido la crisis y aceptado su rol ante estas situaciones en un mundo en constante transformación, al adoptar las medidas más convenientes para facilitar la inserción social y económica de estos grupos en la vida nacional.

Algunos otros, desconociendo las reglas y los principios aplicables, no han respondido como se esperaba. Por el contrario, dando prioridad a sus intereses individuales y malinterpretando las normas y los principios aplicables, han cerrado a los solicitantes de asilo las puertas en forma arbitraria, violatoria del Derecho Internacional y de los más elementales principios que hoy regulan el funcionamiento de la comunidad internacional. Los gobiernos de Países Bajos y los de las Islas holandesas en el Caribe hace unas semanas, de República Dominicana de manera constante y ahora el de Trinidad y Tobago, entre otros, han rechazado las solicitudes de asilo en forma arbitraria, sin proceso administrativo alguno, desconociendo los derechos humanos de los solicitantes y violando, en general, las normas que regulan el asilo y la protección internacional, en particular, el principio de no devolución que contiene una norma de derecho internacional inderogable y superior. Han confundido tendenciosamente, para justificar sus atropellos a la dignidad de los solicitantes, el asilo con la migración, incluso lo han relacionado con el crimen transnacional, del que evidentemente ningún flujo masivo está exento, y todo ello para justificar las decisiones arbitrarias, sobre todo, como dijimos, la devolución al país de origen de estas personas cuando su vida y su integridad física corren peligro.

El derecho de solicitar asilo es un derecho humano. Todos tenemos derecho de solicitarlo, como lo establecen muchos instrumentos, entre ellos, las Declaraciones de Derechos Humanos de 1948, la universal y la regional; el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966, el Estatuto de Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967, el Pacto de San José, la Declaración de Cartagena de 1984 que amplía el concepto de refugiado  y tantas otras normas de derecho internacional consuetudinario. Algunos principios se han conformado alrededor de este derecho y de la problemática de los desplazamientos masivos de personas por distintas razones, entre ellos, el ya citado de no devolución o non refoulement, el de solidaridad internacional que responde a la nueva visión de las relaciones internacionales y el del reparto de la carga que obliga a todos los Estados a participar solidariamente en la solución del problema que plantean tales desplazamientos.

La expulsión masiva de nacionales y la devolución injustificada y arbitraria, sin procedimientos administrativos que permitan a los solicitantes exponer sus razones, son actos contrarios al Derecho Internacional lo que podría generar la responsabilidad internacional del Estado. No parece haber recursos nacionales para reclamar la restauración de los derechos violados. Ello abre en consecuencia el espacio a los órganos internacionales de protección, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y al Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas,  por cuanto, sin duda, se han violado las normas protegidas en los instrumentos internacionales que controlan estos mecanismos, en particular, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, de 1966.

Lamentablemente, los venezolanos estamos desprotegidos no solo en el país, en donde el régimen ataca sin piedad, más a quienes no comparten el desastre que han impuesto, sino en el exterior en donde sus representantes, lejos de actuar en nombre de sus connacionales y con ellos solidariamente para exigir sus derechos, se asocia con el Estado receptor para perseguirlos y castigarlos, para devolverlos a la miseria y a la persecución. El ejemplo más reciente de esta canallada es el mostrado por la representación del régimen en Trinidad y Tobago, que ha llegado a justificar la “entrega” de compatriotas al hambre y a la miseria confundiendo deliberadamente y con la mayor ignorancia, las figuras relacionadas con los movimientos de personas.

Por ahora, la función de protección estaría en manos del Acnur, de los órganos del sistema internacional y de la misma sociedad venezolana que organizada a través de los partidos y agrupaciones políticas y de la sociedad civil, las ONG entre otras, exige con toda legitimidad a los gobiernos extranjeros el respeto de sus obligaciones internacionales.


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