Azotes de barrio en Petare fue la respuesta del gueto a Secuestro express en tono de derecho a réplica. A la ópera prima de Jonathan Jakubowicz vino Jackson Gutiérrez a agregarle litros de salsa de tomate y kilos de reality show.

César Cortez, maestro del género documental, calificaría de “cine espontáneo y auténtico” la propuesta del otrora joven realizador y barbero.

El tiempo estilizó su filmografía, haciéndola perder potencia y veracidad expresiva, conforme el autor adaptó sus cánones de guerrilla a los conservadores moldes del CNAC y Ávila TV.

Desde entonces, el director coquetea con el sistema de producción del chavismo, en una danza de inversiones dudosas y presupuestos opacos. Las películas funcionaron económicamente cuando el baile de los millones y los petrodólares de la revolución no parecían tener fin. Después empezaron a mermar sus ingresos en taquilla, hasta el sol de hoy, cuando El hijo del presidente lucha por mantenerse en la cartelera, arrojando unos números bajísimos.

Propios y entendidos coinciden en cuestionar el armado del telefilme, el escaso timing de sus acciones, la doble moralina del guion, los clásicos y rancios estereotipos (de hombres malotes y mujeres montadas), el ramplón mensaje de autoayuda, la planificación formal y frontal de unitario, las escenas microteatrales, el ambiente narco de prostíbulo pagado con dineros públicos, los diálogos solemnes plagados de sentencias, la visión paternalista, el ambiguo subtexto político, la inofensiva referencia al poder actual. 

En la sala, el público ríe (por no llorar) de la comedia involuntaria del arbitrario desenlace con unas actuaciones impostadas de feria, de circo de Los Valentinos, de taller infantil.

Al menos la sensación de deja vu permite al espectador configurar un espejo de los tiranos del país. La audiencia goza con la posibilidad de ver una caricatura demagógica de Cilia Flores y Nicolás Maduro en versión de supuestas palomitas blancas de una isla de la fantasía, pues el referente se diluye pragmáticamente para no herir la susceptibilidad de la censura roja rojita (ofendida por cualquier tontería, como proyectar la idea de una biografía no oficial del Inca Valero). Por tanto, una cinta de la metáfora gruesa y la alegoría pirata ante el temor de recibir los cortes de la inquisición bolivariana.

La lectura del inconsciente de Jackson Gutiérrez es, acaso, uno de los últimos refugios de la razón crítica frente al cúmulo de despropósitos audiovisuales.

Ahora cualquier situación debe pasar por el ombligo actoral del personaje investido en la figura de su eterno alter ego, un malandro benefactor del pueblo oprimido, en plan de Robin Hood y misión rescate de los niños pobres del sector, cual candidato en pose de campaña.

Las diferencias, respecto al patrón de los niños del este con complejo de yo soy un Chávez aburguesado, radican solo en la imagen, la actitud y el color de piel.

Mientras los simpáticos muchachitos ricos venden su humo con cuenticas hipsters de Instagram, Jackson guarda la compostura del hampa seria y apenas si dibuja una mueca de satisfacción después de pegarle un sustico Al hijo del presidente, al dispararle balas de salva en una falsa ejecución. Uno de los chistes, pasivo agresivos, del largometraje.

Conozco las bromas pesadas de Jackson. En un corto le puso mi nombre a uno de sus maleantes de cartón. Fue a raíz de una polémica en redes sociales.

Dándole el beneficio de la duda, o de repente no, descubro en el final una extrañísima nostalgia por una época extraviada. Aquella de gobernantes adecos y copeyanos, quienes iban al barrio a expiar sus mea culpas.

Jackson organiza un rapto para propinarle una lección a los dirigentes. Paradójicamente, le envía una reprimenda y un escarmiento a los políticos olvidados de las gentes humildes.

En el imaginario de Gutiérrez se combinan ideas socialdemócratas, criminales e izquierdistas por igual (de buen revolucionario a buen salvaje). La ensalada intelectual reúne los ingredientes de algunas de las problemáticas del pensamiento populista del siglo XXI.

En todo caso, es un destello sin mayor consistencia y originalidad. El verdadero objetivo de El hijo del presidente es explotar un título y el nombre de una actriz viralizada en un video porno. En ambos términos, la película constituye una oferta engañosa o una promesa incumplida si la comparamos con sus fuentes de inspiración.


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