“La paz y la estabilidad de la nación dependen de unas fuerzas armadas ajenas al debate y a la controversia política”.

Simón Alberto Consalvi, El carrusel de las discordias, 2002.

Nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos, dijo Cipriano Castro, llevando de la mano a Juan Vicente Gómez, el hacendado que manejaría al país durante 27 años, con corazón y puño de hierro. Despertando las ilusiones de quienes creían en el futuro, mientras enterraban el pasado. Un pasado feudal de caudillos y guerreros. Y la dictadura de Gómez fue, en efecto, un nuevo régimen, así lo haya sido con viejos procedimientos y muy viejos ideales. Para bien y para mal. Para mal, por razones obvias. El suyo ha sido el régimen político más detestado de la historia venezolana. Para bien, pues bajo el influjo de excelentes servidores públicos, que bien sabía escogerlos, zanjó una profunda línea demarcatoria con el pasado y dio inicio a lo que Fernando Coronil llamaría “el Estado mágico”: fundaría, saneada, una Hacienda Pública, pondría a funcionar una burocracia dirigente y luego de aplastar con la última batalla, la de Ciudad Bolívar en 1903, los últimos vestigios del caudillismo de montoneras que marcaran el siglo XIX con cientos de batallas y miles de enfrentamientos armados, hizo realidad la existencia de un ejército profesional, educado en el ejercicio y manejo de las armas y libre de la influencia inmediata de caudillos regionales. Relativamente disciplinado y servidor del Estado, mientras no coludiera con los intereses de caudillos con sus propias ambiciones, como las de Pérez Jiménez, que supo enrumbar al país por la senda del progreso y el desarrollo. Encadenando en grilletes a quien osara oponérsele. Y como Hugo Chávez, que pretendiendo seguir sus huellas, supo hundirlo en la más espantosa miseria. Comenzando, precisa y arteramente, por desencajar la frágil relación de interdependencia establecida entre lo militar y lo civil. Y echando por tierra un siglo de separación establecida por Gómez. “No es una exageración afirmar –diría Consalvi en el ensayo que citamos– que Venezuela carece de Fuerzas Armadas, y que, como nunca antes, la seguridad del Estado y de la sociedad, está en riesgo hacia afuera y hacia adentro”. Volver a separar ambos ámbitos, de una vez, irrevocable, irreversiblemente y para siempre: he allí la primera tarea a enfrentar por quienes asuman nuestro proceso de transición democrática.

¿Qué más podía aspirar a tener la república aérea de Bolívar que no fuera un Estado, una Hacienda Pública y unas Fuerzas Armadas? Orden y disciplina. Obediencia y sometimiento. Así fuera al precio de la peor tiranía que existiera hasta esta del castrocomunismo chavista, que vino a desbaratar su obra y la de quienes la continuaran: una Venezuela sin Estado, sin Hacienda Pública, sin Fuerzas Armadas, sin orden ni justicia. El regreso al caos de la barbarie que predijo Bolívar.

El carrusel de las discordias, que a fines del siglo XIX gira enloquecido, ve el regateo, intercambio y concesiones de civiles a coroneles y generales, como nunca antes en una historia de militares asignados a dedo por la desquiciada voluntad de los guerreros, enriquecidos súbita y violentamente como pago por su participación en la Guerra de la Independencia: Cipriano Castro, un diputado tachirense desenfadado y extrovertido que jamás visitó una Escuela Militar –no existieron en Venezuela hasta que Gómez fundó la única– y autoimpuesto en el grado de general le concede a su compadre Juan Vicente Gómez el grado de coronel, para después incorporarlo a su Estado Mayor, también designado a dedo, y nombrarlo general.

Los generales van y vienen en la triste y desventurada historia civil de Venezuela. Cito del excelente Diccionario de Historia de Venezuela, editado por la Fundación Polar, en su nota biográfica sobre Juan Vicente Gómez: “A comienzos de diciembre de 1899 el general Gómez es designado gobernador del Distrito Federal en sustitución del general Julio Sarría Hurtado, cargo en el que permanece 2 meses, siendo sustituido por el general Emilio Fernández. La situación en el Táchira se torna difícil para el nuevo gobierno, pues aún permanecen al frente del Ejecutivo regional los generales Juan Pablo Peñaloza y Joaquín Corona…”. Sospecho que el sustantivo general es uno de los más usados y corrientes, si no el más abundante, de ese excelente diccionario histórico. Decir general fue en Venezuela, durante largos períodos de su historia, como decir licenciado o doctor: un título real o imaginario. Basta saber que al día de hoy, según reportan los conocedores en la materia, la república llamada Venezuela cuenta con mayor número de generales que todos los países miembros del Pacto de la OTAN.

Habla Simón Alberto Consalvi: “A mi juicio, el pensamiento de Andrés Eloy Blanco es capital para entender la cuestión. Los militares del siglo XIX –sostenía en navegación de altura– con mayor precisión de la segunda mitad del siglo, hasta bien entrado el XX, eran en su mayoría civiles disfrazados de generales o de coroneles. O sea, simples impostores en gran medida”. Y luego le cede la palabra al gran poeta y tribuno venezolano: “Para explicarse a cabalidad las características del militarismo en Venezuela –dice el escritor– hay que partir de la base fundamental, aunque parezca ilógica, de que la excesiva abundancia de guerreros en Venezuela se ha debido, principalmente, a la falta de militares. La fecundidad bélica del país. Estaba en razón directa de su infecundidad técnica. La riqueza torrencial de generales y coroneles ha correspondido a la carencia de un verdadero ejército”.

Por la misma senda crítica de Andrés Eloy Blanco, Rómulo Gallegos destacaría en un artículo publicado en 1909 en su revista Alborada otra aberrante característica de nuestra chorrera de generales: belicosos pero no beligerantes, golpistas, pero no patrióticos, promotores de bochinche y guerras civiles pero incapaces de defender el territorio nacional y acrecentar sus fronteras. En doscientos años han protagonizado cientos de asonadas, pero ni una sola guerra nacional. No han ganado un centímetro de territorio, pero han perdido provincias enteras. Chávez, al frente de sus comandantes y generales, es en ese sentido galleguiano el guerrero venezolano por excelencia: sumió a la nación en la desintegración y el caos, alimentando el horror de la guerra civil, mientras retrocedía horrorizado ante los ejércitos colombianos y le regalaba nuestras riquezas a los cubanos. Es el caso más emblemático de traición a la patria, pues hasta para morirse eligió hacerlo a los pies de los hermanos Castro. Y no conformes con cederles la soberanía de la patria a los cubanos, hoy trabajan ardorosamente por terminar de entregarle el territorio Esequibo a Guyana.

A la hora de la transición hacia un régimen democrático, sometido a un Estado de Derecho, en cuanto al papel y las funciones de los ejércitos, tenemos un ejemplo arquetípico, que es el chileno. Perdido el plebiscito que el mismo Augusto Pinochet estableciera en su Constitución y elegido Patricio Aylwin como primer presidente democrático por un período de seis años, no reelegible, nos contaba en Santiago el fallecido presidente que en la primera reunión sostenida entre ambos –el jefe político y el jefe militar de la República– para fijar el destino del capitán general, este le replicó sin dudar un segundo al pedido de renuncia inmediata que le exigiera el presidente constitucional chileno diciéndole: “Señor presidente, como mi comandante en jefe y director supremo le debo total obediencia, pero en atención a la integridad de la República, a la que ambos nos debemos, desobedeceré su mandato. Pues si dejo la jefatura del ejército, ¿quién le garantizará mejor que yo su total obediencia?”.

No me imagino al general en jefe venezolano, equivalente en rango y potestad militar al general Augusto Pinochet, asegurándole lo mismo a María Corina Machado, a Antonio Ledezma o a quien los venezolanos quisiéramos que fuera nuestro primer presidente de la República. Pinochet no hablaba a título personal: lo hacía en nombre de los ejércitos chilenos, a los que mandaba y ordenaba mejor que nadie. Y jamás le hubiera entregado un milímetro de territorio a una potencia extranjera. Menos a una isla miserable, esclavizada, esquilmada y empobrecida por unos delincuentes devorados por la ambición, al mando de tropas de mercenarios sin Dios ni ley. Así lo entendió Patricio Aylwin, que lo reafirmó sin dudarlo un segundo en el cargo. Para el bien de la república.

Los ejércitos serán el primer problema a resolver en nuestro proceso de transición. Depurar sus filas, a fondo y en profundidad, examinar sus mandos en función de los crímenes cometidos y llevar a los tribunales de justicia a quienes se lo merezcan, para que respondan por todos los crímenes contra los derechos humanos cometidos durante la siniestra vigencia de esta tiranía. Particularmente a aquellos culpables de violación a los derechos humanos y de corrupción y enriquecimiento ilícito, al costo del hambre y la miseria de nuestro pueblo. Esa será nuestra primera tarea de índole político judicial. El comienzo de nuestra transición.

¿Con qué poder real contarán nuestras máximas autoridades civiles para imponerse al poder de las armas? Con el poder que les conceda, en reconocimiento público a su integridad moral y a su grandeza ciudadana un pueblo consciente y dispuesto a llevar su lucha por la libertad a los últimos extremos. Restituir esa relación directa entre un nuevo liderazgo ético y moral y un pueblo consciente y decisivo, sin mediaciones espurias ni contubernios corruptos: he allí la palanca del cambio. La calle en su plena y máxima expresión. Los militares que se merezcan permanecer en la institución, a sus cuarteles.

Simón Alberto Consalvi, El carrusel de las discordias, Caracas, marzo de 2003.

Fernando Coronil, El Estado mágico, Caracas, Nueva Sociedad, 2002.


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