La privatización de la actividad petrolera en Venezuela hay que abordarla sin ambages, con seriedad, sentido práctico y conciencia de las realidades del país. Prescindiendo del anecdótico y periclitado debate ideológico del último siglo, aquel que por años confrontó el estatismo con el liberalismo libertario, es preciso reconocer que las condiciones actuales exigen una nueva y decisiva apertura al capital privado nacional y extranjero, naturalmente dentro de ciertos parámetros razonables, que aseguren al Estado venezolano el beneficio correspondiente al aprovechamiento económico de uno de sus principales activos. Y ello ante todo porque hemos asistido en las dos últimas décadas al incalificable dispendio de los recursos disponibles y, sobre todo, al desmantelamiento de una industria que fue modelo de desarrollo a nivel global, un patrimonio nacional que no solo consistió en ordenamiento de reservas probadas, capitales e inversiones cuantiosas, instalaciones, equipos y tecnologías, sino además de recursos humanos de elevadas calificaciones profesionales.

Gran parte de todo ello se perdió irremisiblemente en el tremedal de unas políticas públicas desatinadas, inspiradas en dogmatismos fanáticos y fórmulas que habían fracasado estruendosamente en los modelos conocidos del socialismo real, cuyo último reducto sigue siendo la Cuba doliente de nuestros días. La industria, hoy menguada en su capacidad de respuesta, excesivamente riesgosa, inoperante en muchos de sus componentes, amenazada por la ineptitud de sus actuales conductores, tiene que ser desplazada por una nueva organización que asuma el reto de relanzar la actividad con seriedad y principalmente con posibilidades. El Estado venezolano no dispone de los recursos necesarios para tan importante tarea. 

El régimen de concesiones para la explotación de recursos naturales que conocimos desde principios del siglo XX hasta la nacionalización de la Industria de los hidrocarburos en 1976, tuvo su fundamento económico y jurídico en la necesidad de atraer el interés del capital extranjero hacia una actividad inicialmente desconocida en el país, un país sin infraestructuras de servicios públicos, sin vías de penetración a su entorno predominantemente rural, atrasado desde el punto de vista cultural debido a los altos índices de analfabetismo y sobre todo sin la más mínima posibilidad de acometer por sus propios medios (énfasis añadido), la actividad industrial de exploración, explotación y manejo a gran escala del recurso petrolero.

No hay duda de que las concesiones entonces otorgadas favorecieron ampliamente a las contrapartes de la nación venezolana, y no podía ser de otra manera en aquellas circunstancias que han quedado suficientemente documentadas para la historia. Con el correr del tiempo se fueron ajustando las cuentas en participación, mejorando ostensiblemente para el Estado venezolano, sus niveles de ingresos provenientes de la actividad petrolera.

Las primeras concesiones fueron otorgadas en tiempos de Cipriano Castro y se ampliaron de manera importante en el régimen de Juan Vicente Gómez. Los contratos suscritos entre la nación venezolana y los particulares favorecidos por el gobierno de turno, fueron posteriormente traspasados –en virtud de la disposición legal que así lo permitía–, a transnacionales proveedoras de capital, tecnología y personal altamente capacitado para afrontar los retos y requerimientos de la naciente industria nacional. Entre las primeras concesionarias, tomará posición destacada la Royal-Dutch Shell, para luego incorporarse de manera progresiva las empresas de capital estadounidense –Creole Petroleum Company, Standard Oil of Venezuela, entre otras–. No tardará mucho tiempo en fraguarse el tratamiento político del tema petrolero, desarrollado al compás de una tendencia a “estatizar los servicios públicos y la industria de la gasolina”, como registra Rómulo Betancourt en su Petróleo, problema y posibilidad (1938). Una politización inevitable desde los inicios de la actividad, en su desarrollo a través de los años y al momento de concretarse en 1976, la nacionalización de la industria y el comercio de los hidrocarburos.

Pero no se trata de volver al pasado y reverberar en la crítica, antes bien, partiendo de realidades actuales, es preciso mirar al futuro con optimismo, también con responsabilidad y cautela para de tal modo hacer las cosas bien. Venezuela tiene medios para resurgir con fuerza propia dada su exitosa trayectoria en la industria y el valiosísimo levantamiento de información confiable sobre reservas probadas de que hoy disponemos; hay que añadir la experiencia acumulada en nuestros profesionales de la industria, actualmente dispersos por el mundo, pero probablemente dispuestos a retomar la actividad en el país, bajo parámetros serios y confiables.

Y el capital extranjero reunido en fondos de inversión y en empresas especializadas –las grandes transnacionales de las últimas décadas–, no hay duda de que mirará con genuino interés una posible apertura petrolera que sepa replantear las oportunidades que animaron los acuerdos suscritos a finales del pasado siglo –la que fue una apertura inteligente, responsable, oportuna, beneficiosa para el país y su gente y sobre todo muy exitosa–. Solo necesitamos que la clase política emergente –la que hoy desgobierna al país, queda descalificada en su irresponsable y ante todo simulado afán de encauzarlo hacia la prosperidad del común–, los nuevos grupos de presión, los profesionales y maestros, la Iglesia, los militares institucionales y la ciudadanía en general, acepten sin reparos no solo la realidad económica que nos envuelve, sino además que el papel del Estado no puede ser de empresario y controlador asfixiante de la iniciativa privada.


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