La hipocresía es una de las pasiones más tristes, y quizá la más arraigada en el alma de la demagogia populista. Decía Maquiavelo que la mayoría de los moralistas a ultranza, tanto los que sustentan el poder como los que aspiran a obtenerlo, habitúan maquinar toda suerte de perversiones para luego condenarlas en pomposos discursos y declaraciones públicas. Una práctica, por cierto, que ha sido empleada hasta la saciedad por gansters, fascistas, nacional-socialistas y estalinistas sin miramiento alguno. Siempre hay un “chivo expiatorio”, un enemigo externo o interno. Da lo mismo, siempre y cuando los resultados sean los de mayor beneficio para “la causa”, es decir, para sí mismos. Siempre conviene asumir el papel de víctimas, por más victimarios que se pueda llegar a ser. La infamia –esa suerte de escabiosis del espíritu– corroe la vida de una sociedad que yace secuestrada por el populismo, hasta que, finalmente, la degrada y envilece. El éxito totalitario se consolida cuando logra fracturar la adecuación de forma y contenido.

Hay pensadores que, por oponerse abiertamente a las mascaradas características del poder omnímodo, han recibido el peor de los maltratos: la dis-torsión de sus propias ideas. Y, una vez que se las tuerce, se las transforma –Orwell, 1984– en anuncio publicitario, en alimento canino, porcino y, finalmente, ovino. Se hace de sus conceptos fórmula lapidaria, convenientemente disecada, homogeneizada y pasteurizada: apta, en fin, para el consumo masivo de la multitud. La lista es amplia. Y, antes de entrar en materia, solo bastará con mencionar a dos de sus víctimas: Dante Alighieri y Baruch Spinoza. El primero, nada menos que el creador del exquisito linguaggio italiano, ha sido sometido, cual Giordano Bruno, a las brasas ardientes de un infierno inventado por la más grotesca imaginación –en realidad, el Inferno descrito por Dante en la Comedia es gélido, álgido–, condenado a vivir en “la tumba”, que es como decir en uno de los “cuadros dantescos”, de los que tanto gustan hablar políticos de oficio, profesores mal informados y periodistas ligeros, quienes, da la impresión, hasta el sol de hoy no han tenido la oportunidad de leer una de las contribuciones más geniales producidas por la inteligencia humana, motivo e inspiración, entre otras grandes obras, de la Fenomenología del espíritu de Hegel.

Los farsantes de la filosofía macarrónica, lectores empedernidos de manuales y breviarios, fanáticos de las frases hechas, de la supuesta “ética” de la “autoayuda” o de las simplicidades de un materialismo crudo, al estilo de “el hombre no es más que lo que come” –Feuerbach: “der Mensch ist nur das, was er esse”–, han vendido la figura del divino Spinoza como la de un ateo, un materialista, un promotor del culto al cuerpo, de la sensualidad y de las pasiones. Todo un precursor de la vie bohème, los cabarets, el carnaval, la cumbia, el tango de arrabal, la lambada o el reguetónHugh Hefner, en la distancia, aparece como un auténtico “niño de pechos” –valga la metáfora– ante este “retorcido” fundador del porn-party filosófico con las que ciertas lecturas afrancesadas –al estilo Negri– han mancillado el nombre de Spinoza. Juzgado, excomulgado, incomunicado y sometido al escarnio público, su magnífica Ethica, demostrada geométricamente, sigue siendo, muy a pesar de todo y de todos, uno de los más elevados templos –Deus sive Natura– de la vindicación de la razón y de la libertad concretas.

Maquiavelo no es por cierto la excepción, sino, más bien, todo lo contrario. Por “maquiavélico” se entiende la premeditada y alevosa acción del maquinador pervertido, del malvado, del sociópata. En este sentido, se habla de cierto psiquiatra, quien se complace en mover los hilos del cinismo tras bambalinas, como de un asiduo discípulo del pensador de Florencia. “Maquiavélico”, se dice de él. Que se sepa, Maquiavelo nunca fue “tocado por los dioses”, como sublimemente Hölderlin definiera el morbo del desquicio. Tampoco su sonrisa –la sonrisa de Maquiavelo– da cuenta del manifiesto resentimiento de quien usa y abusa barbáricamente del poder con el único objetivo de vengarse. La suya es, más bien, y como observa Maurizio Viroli, una sonrisa amarga, porque se propone denunciar “la crueldad, la mezquindad, la mentira y la ferocidad de los simuladores de oficio”. Maquiavelo, en efecto, exhorta con todas sus fuerzas a derrotar la tragedia representada por la vida natural, esa ciega Fortuna inscrita en el Estado de naturaleza, imponiendo sobre ella la fuerza civilizatoria de la Virtù, cabe decir: de la libre voluntad como conquista suprema de la razón histórica. Y, sin embargo, desde que Federico II de Prusia publicara aquel tristísimo opúsculo, El anti-Maquiavelo, el autor de El Príncipe ha sido objeto de un auténtico caudal de maldiciones. El fundador de la filosofía de la praxis ha sido marcado, estigmatizado, como un demonio por los demonios, quienes han visto, no sin preocupación, el hecho de que hubiese puesto al descubierto los “misterios” que hipócritamente oculta el poder de los tiranos.

Entre los embriagados por la ira prepotente y los embargados por la tristeza, Maquiavelo se abre paso, porque sabe bien que en medio de las peores dificultades se haya oculta la oportunidad. Si la voluntad quiere ser voluntad libre debe resistir y superar las determinaciones –los obstáculos– que ella misma se ha fijado. Introducirse en la objetividad de las cosas, en “el mundo externo”, no significa deshonra alguna. Para que la voluntad libre sea mucho más que un simple desiderato, para que sea realmente voluntad de verdad, tiene que abandonar sus pretensiones de supremacía sobre la menudencia y la cotidianidad. La patria “pura”, la democracia “pura” o la libertad “pura” son pura arrogancia, pura indeterminación: son la nada. Lo que pretende ser satisfacción de toda tendencia e inclinación termina por no satisfacer ninguna. Si se quiere conquistar el bien es indispensable convivir con el mal, demostrar su inadecuación y superarlo. Platón afirma que “las cosas bellas son difíciles”. Y así como la unidad es el cabal reconocimiento de la unidad y de la diferencia, del mismo modo, la libertad es, esencialmente, la consciencia de la necesidad. Como dice Hegel: “Aquí está Rodas, salta aquí”. Maquiavelo es uno de los más grandes condottieri del pensamiento en clave realista. Es, sin duda, el príncipe de la libertad.


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