Pude visitar en días recientes la sede de la Fundación de Fotografía Urbana. Me habían hablado de una hermosa casa restaurada en San Román, pero el asentamiento dice más que cualquier reseña. En primer lugar, es un sitio de quietud, lleno de vegetación, con pájaros de todos los tamaños y colores; de seguidas, la fachada y el muro son de un rojo bermellón, tirando a morado, que le da un aspecto de casona colonial; por último, están los amplios espacios abiertos, entre jardines y plazuelas, que invitan a correrías de niños, a conversaciones bajo un árbol, a una tertulia arrinconada bajo los rigores del café o del té. Ya con eso bastaría, en nuestra amputada Caracas, para celebrar y regocijarse, pero aún la sorpresa mayor no está a la vista, pues espera por el visitante en una especie de entraña que guarda lo inimaginable: kilómetros, podríamos decir, si se ponen en fila, de imágenes de todo tipo: personajes, familias, monumentos, actos públicos, paisajes, plazas, cementerios o rincones que añaden sentido sólo por el ojo avizor de algún fotógrafo célebre o desconocido. Finalmente, una hazaña contenida: aspirar a retener en imágenes la memoria de un país, o de una ciudad, o de una nación. Desde que la fotografía está entre nosotros, hacia las postrimerías del siglo XIX, nos podemos ver de otra manera: no se trata ya del lienzo que captura y reinterpreta el recuerdo, sino de la imagen viva, fiel, sin elucubraciones, que nos lleva a la inmediatez, al momento. Venezuela comienza a cambiar con esos señores en paltó levita, con esas fotos de familia que tanto dicen de nosotros, con la rigidez del gobernante de turno o con el deportista que descuella para admiración de muchos. Una nación que se va haciendo tal, una fábrica de ciudadanos.

He pensado que la obra de la Fundación de Fotografía Urbana, en cualquier normalidad cívica, debería ser fruto de una política pública, como lo fue, por ejemplo, la Biblioteca Nacional en los años en que fue manejada por expertos y amantes de los libros, y no ese “depósito de seres” que es ahora, donde nada parece vivir o perpetuarse. Las políticas públicas en cultura de la Venezuela de hoy son menos dignas que un pozo, que al menos tiene agua para calmar la sed u ofrecer riego. Razón de más para sorprenderse de que un grupo de particulares, o emprendedores, o visionarios, quieran lidiar con la memoria del país y ofrecerle sostén, rincón, albergue. Valor sin duda tiene este admirable esfuerzo, porque, en definitiva, se trata de resguardarnos a nosotros mismos, de ver la raíz de la que venimos, o de avizorar las ramas que tendremos. Ezra Pound decía: “The branchs grow out of me, like arms”.

Sigo paseando por estos espacios, bajo los árboles, y trato de imaginar todos los momentos de vida que están allí congelados: los que gozan y los que sufren, los que celebran la llegada de un niño o los que velan al pariente que se despide, los que sonríen porque se casan o los que enviudan por una desgracia. Tanta sustancia concentrada en tan poco espacio, tanta sangre contenida entre papeles, revelados o soportes digitales. La historia de un país, el pulso de una comunidad, la apuesta en el tiempo para ser mejores o para dejar de ser dignos y sepultarnos en el olvido. Ejercicio de historiadores, o de novelistas, o de cualquiera que vea en las centurias recorridas una razón de ser, de perseverar, más allá de los ignorantes que sólo piensan en sí mismos.


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