La Navidad es el centro y fundamento de las fiestas decembrinas, a pesar de su rápida secularización o adaptación a un espíritu sincrético. Y la Navidad es el nacimiento del hijo de Dios encarnado en la Virgen María, que crecerá en una familia (san José como su padre adoptivo), y al ser adulto pasará por el mundo haciendo el bien y salvándonos por medio del sacrificio en la cruz. La celebramos en diciembre porque los primeros cristianos se romanizaron y a su vez cristianizaron a los romanos, valorando de esa manera la fiesta del cumpleaños y transformaron una efeméride pagana: el nacimiento del dios-sol (solsticio de invierno), en motivo de alegría por la llegada de la verdadera luz de esperanza que es Jesucristo. La trascendencia de este hecho nos hace ver desde otra perspectiva la terrible y grave situación que padecemos los venezolanos.

El cristiano no es ciego a la realidad y mucho menos al sufrimiento de sus semejantes. Nunca antes habíamos vivido en Venezuela un deterioro tan rápido de los derechos de las mayorías, en especial los relativos a la alimentación, la seguridad y las libertades. El chavismo-madurismo nos ha impuesto la peor de las dictaduras: aquella que combina la opresión con el hambre y la muerte. Es por ello que la Conferencia Episcopal no ha dejado de denunciar este horror y la Iglesia como un todo ha intentado dar una mano de ayuda a los más débiles. Y en medio de esta tragedia se nos suma la frustración de no contar con un liderazgo político unido y claro en sus metas y métodos de lucha. Como cristianos estamos llamados a no ser indiferentes, a participar activamente para cambiar lo que está mal. La política no es pecado, al contrario, la Doctrina Social de la Iglesia y el Evangelio mismo nos recuerdan nuestra responsabilidad en la construcción del bien común. ¿Y qué tiene que ver todo esto con la Navidad?

La respuesta está en que a nuestra realidad debemos llevar la fe, la esperanza y la caridad que encierran el nacimiento y la vida de Jesucristo. Estamos obligados a impregnar cada sufrimiento de las virtudes teologales, de manera que podamos darle sentido y lograr su transformación en Resurrección. No podemos decir: “No hay nada que celebrar” aunque ciertamente no tengamos mucho con qué celebrar. Será necesario seguir el ejemplo de María y José en el pesebre, y seguramente aparecerán algunos “reyes magos” que nos ayuden a “multiplicar los panes”. Encontremos en cada adorno, en cada canción, en cada buen deseo y en alguna comida especial (aunque sea escasa) la preparación de la llegada del amor absoluto. Si logramos centrar nuestra atención en el significado de estas fiestas y no tanto en la logística de las mismas, seguramente nuestro espíritu se verá revitalizado.

Así como muchos no dejan para el último día –¡y menos en medio de la hiperinflación y la escasez!– la compra de regalos y alguna comida para Navidad, no dejemos nosotros tampoco de preparar nuestra alma para ese momento. Los cristianos católicos tenemos en el calendario litúrgico un tiempo para ello: el adviento, y precisamente este domingo es el primero de los cuatro que le dedicamos a esta importante tarea. Son muchos los que consideramos el mes de diciembre como el mejor de todo el año: nos traslada a nuestra niñez llena de detalles alegres. Y cuando ya somos adultos nos ofrece la esperanza y el consuelo de tener la certeza que nos reencontramos con Dios-niño. Que como buen niño todo en Él es ese perdón que es olvido y ese amor que es ternura. Junto a Él todo problema es superable, y sabemos que las próximas Navidades nos comeremos las hallacas en libertad y prosperidad.  


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