Dentro de la tragedia venezolana se ha vuelto tradición augurar el inminente cambio de gobierno cada vez que se aproxima la culminación de un año. “Este será el último año con esta gente en el poder”, “el año que viene nos comemos las hallacas en libertad” y un montón de frases que, tristemente, pasaron a ser lugares comunes que nadie se toma en serio por su falta de credibilidad.

Tratándose de pronósticos políticos, lo que sí parece ser cierto para el año 2019 es que la diáspora venezolana seguirá en incremento, la disolución del Estado marchará con creces hacia la demarcación de una dinámica de poder tribal-comunal premoderna y, en medio de ese mar revuelto, existen pocas barreras reales que impidan que el grupo fáctico con más peso –encabezado por Maduro– se mantenga en el poder.

Hay quienes no comparten nuestro pesimismo e insisten en que sin lugar a dudas el gobierno se prepara para una transición o una ruptura hacia un régimen de libertades. No compartimos esa visión. Creemos, por el contrario, que el régimen hirió de muerte a buena parte de las generaciones vivas que cohabitan en Venezuela y, más allá de la permanencia de Maduro en el poder, la existencia de una profunda raíz premoderna y barbárica se ha adueñado del espíritu de la sociedad venezolana.

Queda para el debate preguntarse si este espíritu premoderno estaba presente antes de la llegada del chavismo, o sí, por el contrario, su germinación obedece por completo a la cosecha de Chávez y su séquito. Me inclino por pensar que ese espíritu premoderno nos ha acompañado desde mucho antes. Desde el Presentación Campos de Uslar Pietri, o la Marisela de Gallegos en Doña Bárbara, existe en nuestra población –como una especie de valor intangible– una irresistible atracción hacia esa idea de premodernidad.

Con éxito relativo estas apetencias de incivilización fueron contenidas a través del Estado. Basta ver lo acaecido en el siglo XX. Lo intentaron los andinos con una fuerte dosis de autoritarismo y, posteriormente, los gobiernos democráticos con su modelo de Estado paternalista y maltrecha representatividad. Pero la fuerza de la premodernidad desbordó los muros de contención que se habían edificado y poco o nada queda en pie. Tierra arrasada.

No hay en estos momentos alguna fuerza viva que pueda contener los desafueros del ejercicio del poder desde la premodernidad. Simplemente no la hay. De allí que cualquier análisis o diagnóstico sobre la situación venezolana fundado en los cimientos de la llamada democracia liberal (fundamentalmente la herencia y el legado de occidente) estarán muy probablemente condenados a fracasar.

Somos prisioneros de un sistema que no comprendemos, de unos códigos de comunicación ininteligibles para la racionalidad, y de una simbología que es ajena al progreso, a la luz y la virtud. El país simplemente dejó de pertenecernos –tal vez la dura verdad es que nunca fue nuestro, ni de nuestros valores, y solo vivimos un espejismo de ello– y bajo el secuestro más palpable, lo cierto del caso es que andamos a la deriva, solos y olvidados, con la difusa esperanza de algún milagro sujeto a lo imponderable. Mucha fuerza y templanza para el venidero 2019.  


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