«El don de Discernirno admite interdictos ni límites: es inmanente a cada individuo que puede, conforme a sus antojos, utilizarla a favor o contra la humanidad»

Desde mi pubertad he cuestionado a los resentidos sociales. Me apedrearon y casi linchan en los campos petroleros del estado Zulia, en Venezuela, a la edad de 13 años (mi padre trabajó en la transnacional The Creole Petroleum Corporation). Varios amigos estadounidenses y yo paseábamos con nuestras motocicletas cuando, de súbito, nos emboscó, rabioso, un grupo contemporáneo de chicos. Sugerí a los extranjeros que huyeran, dejándome dialogar con los hostiles. Temía más por la integridad física de ellos que por la mía. Soy venezolano. En ese peligroso momento pensé que los vándalos podían interactuar, cómodamente, con alguien nacido en el mismo país, y en su idioma.

—¡Eres un gringo culo negro, maldito! —Exclamaban, iracundos, los muchachos.

—Cálmense, por favor —les rogaba—. ¿De dónde procede tanto resentimiento?

Mi occipital sangraba. Percibía borroso. Había sido impactado por dos piedras, pese a lo cual los agresores estaban insatisfechos: querían infligirme mayor daño empujándome contra el pavimento y dándole puntapiés a mi máquina de rodamiento.

—No me conocen, tampoco yo a ustedes. —Intenté, una vez más, dialogar—. No los odio y carecen de motivos para vengar alguna afrenta. Soy vacacionista.

Esa mañana fui auxiliado por las madres de esos desconocidos, que recibieron amonestaciones verbales.

—¡Sube a tu motocicleta y vete rápido! —Me emplazaban aquellas damas.

El en curso de tantos años he sido testigo de la siembra del resentimiento social que hoy ofusca a millones de ciudadanos. Un asunto es la lucha política entre clases sociales y otro el fomento morboso del odio entre paisanos, por envidia o revanchismo. En Venezuela se fraguó el prototipo de hombre nada novísimo, pero miserable. Mediante la intimidación de una fuerza mercenaria nacional, cruel y sistemáticamente obligado a vivir mendigo por una oligarquía que se promociona vengadora de los oprimidos.

Ningún ser humano nace resentido. El odio no es un sentimiento de origen genético. Las injusticias sociales atribulan, cierto, pero la lucha política no comporta fomentar [rigurosamente] la irracionalidad. No fueron fortuitas las redacciones de documentos como la Declaración Universal por los Derechos Humanos y el Estatuto de Roma. Un hombre no tiene que vejar a otro luego de vencerlo en contienda armada. Y un derrotado no debe consentir se le ultraje. El fratricidio invalida las rebeliones libertarias.


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