Ante la incrédula mirada de las imágenes en sus televisores, los espectadores  del mundo se preguntaban: ¿Será posible que puedan marchar en protesta pacífica tantas personas? ¿Qué clase de pueblo es ese que reúne millones de inconformes y no pasa nada?

Nunca pudimos contestar esa interrogante, pues tampoco nosotros, un pueblo que había sido amamantado en democracia, podíamos pensar que estábamos siendo víctima de la más hábil usurpación del poder que había conocido el mundo. El asesinato de la Constitución y el metódico arrebato de los derechos generó un letargo tan profundo que tomó cuatro lustros para despertar en medio de un llanto lastimero y comprobar que: “aquí no puede pasar, esto no es Cuba” era una triste ilusión.

Pues dos décadas han sido más que suficientes para llevar a todo un pueblo, una nación que otrora fuese ejemplo no solo en logros políticos sino también en los campos sociales y económicos, a una total penuria y carraplana moral.

Hubiese bastado un mínimo de capacidad, de pericia y sobre todo de honestidad para haber aprovechado la más grande e increíble oportunidad de administrar el Jauja que el mundo nos ofreció al llevar los precios de nuestro petróleo a niveles nunca imaginados, pero en lugar de meritocracia se escogió la ineptocracia que por sus lamentables apegos a las fortunas fáciles se transformó en la mayor cleptocracia conocida por el mundo contemporáneo.

Ese pueblo fue engañado por cantos de sirena que lograron cambiar hasta el significado de las palabras; víctima era sustituido por victimario, sapo por colaborante, mar de felicidad por miseria, incapacidad por guerra económica, falta de programa de mantenimiento por invasión de iguanas, soberanía por sometimiento, autarquía por economía de puerto, dinero real por criptomoneda.

Esa masa que una y otra vez se manifestó inconforme e indignada marchó y demostró su deseo de cambio por vías pacíficas, pero la respuesta de los gerifaltes fue la brutal represión e ignorancia de las necesidades de los ciudadanos. Las marchas fueron languideciendo al ritmo de la criminal brutalidad de los prebostes rojos, hasta sufrir la más acongojada metamorfosis.

Ante las desvergonzadas calificaciones cínicas que recientemente han esputado los jerarcas señalando a las hordas de desesperados que cruzan las fronteras con solo sus mochilas y penurias como equipaje, es oportuno reconocer cuánto sacrificio ha significado esa determinación.

La gente no huye de las democracias, pues en ese sistema los cambios permiten alcanzar el futuro que contrasta con la pérdida del presente; los pueblos huyen de las autocracias, las dictaduras, del absolutismo y el totalitarismo porque pierden la esperanza.

La cruzada diaria, sin pausa, es ni más ni menos la última de las protestas, la manifestación de los desahuciados por un gobierno sátrapa que quiere que el mundo no vea nuestra calamidad.


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