En vísperas  del 20 de mayo el ambiente nada tiene que ver con el de unas elecciones presidenciales. No hay tensión, entusiasmo, ni la jornada en ciernes concentre de manera determinante las conversaciones en los diversos escenarios en los cuales transcurre la vida del ciudadano común, como es de esperar cuando se va elegir al presidente de la República.

Y es así porque la mayoría social siente y sabe que los comicios del 20-M no son una elección real, justa, libre y competitiva, que se podrá votar más no elegir. Está al corriente de que las cartas están marcadas y el resultado cantado, también de que una parte sustancial de quienes acudan a las mesas lo hará coaccionado por el sistema de soborno social instaurado por gobierno; y que, salvo una presión muy poderosa a última hora o una decisiva circunstancia sobrevenida, el Consejo Nacional Electoral proclamará ganador a Maduro.

Esa evaluación sobre los comicios en ciernes es compartida por la inmensa mayoría de la comunidad internacional democrática, la cual solicita la postergación del mismo y su adecuación a la legalidad vigente so pena de arreciar las presiones y sanciones contra el régimen y el desconocimiento del gobierno surgido del proceso de marras.

Lo que ocurrirá a partir del 20 de mayo dependerá de varios factores y actores: la reacción de la comunidad internacional democrática –de la fuerza, contundencia, trascendencia y consecuencia de sus decisiones; de la reacción de los factores de poder internos como la FAN;  de la capacidad y potencia de la  reacción de las fuerzas democráticas políticas y sociales; y de los efectos devastadores de la crisis en la gobernabilidad. Hemos decidido privilegiar y considerar aparte –por ser el jugador más relevante– la reacción del régimen.

El chavismo no la tiene nada fácil. La ratificación (ilegal y por tanto ilegítima) de la presidencia de Maduro no es la solución política a la brutal e inédita crisis sistémica en desarrollo, más bien es un catalizador potente para escalarla. El gobierno es rechazado por más de dos tercios de la ciudadanía por creerlo responsable y sin capacidad ni voluntad para hacer los cambios necesarios para superar la tragedia venezolana. Ningún gobierno en el mundo occidental ha resistido el embate de una depresión económica en convergencia con hiperinflación. Y si a esto le sumamos la crisis terminal de Pdvsa el panorama es aterrador para el país y la gobernabilidad.

El régimen está en la obligación de actuar porque la situación es demasiado grave y debe optar entre: insistir en su proyecto de cubanización, que es en definitiva peor de lo mismo y de complicada sostenibilidad en términos de gobernabilidad o hacer un viraje significativo.

El escenario del viraje puede ser de dos tipos: uno de carácter rupturista que suponga, palabras más palabras menos, volver al imperio de la Constitución con todo lo que eso implica y la adopción de las reformas económicas indispensables para sustituir el fracasado modelo económico vigente e instaurar el sistema social de mercado. La otra opción es la reformista limitada que supone regresar al autoritarismo competitivo –permitiendo la existencia de una cierta oposición política que no se proponga desafiar al régimen y le proporcione fachada democrática (a eso apuestan algunos) e implementar una profunda reforma económica tendiente a instaurar un sistema económico inspirado en el de China y Vietnam. Un cambio de ese tenor puede facilitar la colaboración china en la reconstrucción material del país.

La gran interrogante es si el chavismo tendrá la voluntad política, la fuerza y la credibilidad para asumir alguna clase de viraje sustantivo o preferirá, a la cubana, resistir en su zona de confort a la espera de cambios políticos que aflojen o relativicen la presión internacional, así como que las fuerzas democráticas no logren articular una unidad fuerte y con sentido estratégico.

Amanecerá y veremos.


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