El doctor Viktor Frankl, médico psiquiatra y neurólogo judío-austríaco, “experimentó” su propia teoría acerca del sentido de la vida en medio de las terribles condiciones de adversidad que logró superar en varios campos de concentración. En su libro El hombre en busca de sentido describe detalladamente las diversas etapas que vivieron los prisioneros. La primera era el estado de shock del que eran víctimas cuando tenían que asumir la dura realidad de estar viviendo aquella tragedia. La segunda concierne propiamente a lo que el hombre medio sentía durante su estadía en el campo. La tercera tiene que ver con el momento de la liberación, etapa que según él fue la más difícil.

Una vez superado el estado de shock, el prisionero comenzaba a adaptarse a una vida muy dura. El hambre, las enfermedades, el agotamiento, el dolor que significaba la separación de las familias y su disgregación en diversos campos, la dificultad de dormir hacinados pensando además si al día siguiente les tocaría la sorpresa de ser elegidos para ir a la cámara de gas, fueron todas torturas físicas y psicológicas. Los abusos dirigidos directamente al maltrato y a la destrucción del “yo” personal, de la identidad más íntima, causaron daños peores que los físicos. Tratar al individuo como una cosa, como un ser sin personalidad; herirlo con insultos, burlas, despojándolo de sus potencialidades por medio de la degradación verbal y la insensibilidad hacia su dolor, fueron torturas que sumieron a muchos presos en una gran depresión. El doctor Frankl habla de la muerte de las emociones: de la desensibilización. La desconexión entre los procesos cognitivos y motores, entre lo interno y lo corporal, hizo que los prisioneros creyeran que lo que vivían no era real. La apatía los dominó, porque el dolor dopa. Puede surtir el efecto de la anestesia.

Hay hombres admirables y en los campos de concentración hubo muchos, así como en tantas situaciones difíciles de la historia. Las crisis pueden sacar siempre lo peor y lo mejor de nosotros y entre tantos héroes, a veces anónimos, prefiero voltear la mirada a los que lograron sobrellevar la adversidad con valor. ¿Qué hicieron ellos que otros no hemos sabido, tal vez, hacer?

Es cierto que el doctor Frankl era psiquiatra y por eso tenía herramientas que otros no tenían. Supo distanciarse de la situación para enfrentar la realidad como observador y no como víctima. Hay un momento nuclear, sin embargo, en el que cambia el modo de afrontarlo todo planteándose el porqué de lo que vivía y la razón de su lucha por sobrevivir desde otra perspectiva. Era testigo de que los prisioneros luchaban por mantenerse vivos para rencontrarse con sus seres queridos una vez terminada la guerra. Pero un día se preguntó a sí mismo qué pasaría si al salir del campo se encontraba con que sus seres queridos estaban muertos, como efectivamente sucedió. Plantearse la situación de este modo le llevó a comprender que el sufrimiento que vivía y no podía eludir debía tener en sí mismo un sentido, para él, independientemente de si su esposa estuviese viva o muerta a su salida del campo. Más allá de su fuerza de voluntad de sentido y de sus habilidades como psiquiatra, lo que salvó a este hombre fue su amor a Dios y al prójimo que sufría lo mismo que él. Sin una apertura a la trascendencia no veo posible descubrir el sentido de la vida y menos en circunstancias tan dolorosas. La tentación del suicidio era constante en los presos y él, tan frágil y humano como los demás, se propuso darle sentido a lo que vivía en lugar de tirarse contra la alambrada. Se volcó a ayudar a sus compañeros de prisión trabajando en ellos la esperanza y la capacidad de perdón. Comprendió sin duda mucho más al ser humano y constató, como dice en su libro, citando a Nietzsche, que “quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo”. Dice también que “los campos de concentración nazis fueron testigos (y ello fue confirmado más tarde por los psiquiatras norteamericanos tanto en Japón como en Corea) de que los más aptos para la supervivencia eran aquellos que sabían que les esperaba una tarea por realizar”.

La última etapa, la de la liberación, fue para él la más difícil. Comenzar a sentir de nuevo, aprender a perdonar, enfrentar la muerte de los seres queridos, sanar tantas heridas y asumir la vida con un renovado deseo de felicidad, no fue para ninguno una tarea fácil. La pregunta tan humana de ¿por qué yo? pasa siempre por la mente de todos. Para Frankl no puede ser respondida por un científico sino por un teólogo, y más concretamentepor Dios a cada uno en particular, pues se trata de un misterio.

Creo que este es un libro que puede ayudarnos mucho en estos momentos, pues centrarnos en los problemas puede sumirnos en la frustración. Canalizar nuestros talentos a través de la entrega a una misión que implique la ayuda y la compasión por el otro en medio de este contexto nos salvará en cambio a nosotros mismos y a los que nos rodean.

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