Hoy, 24 de junio, fecha consagrada en el santoral católico a Juan el bautista, es casi obligatorio, así lo pautan el uso, la costumbre y el calendario de efemérides nacionales, referirse a la conmemoración de la victoria de las fuerzas del inmarcesible Libertador Simón Bolívar sobre las tropas lideradas por el mariscal Miguel de la Torre, en la segunda y definitiva batalla de Carabobo (1821) –hubo una primera siete años antes– y, de paso o sobre todo, a celebrar, entre ascensos, condecoraciones, burbujas y blended scotch whiskies 18 years aged, el día del ejército, base de sustentación operativa del régimen dictatorial. Por este doble motivo, los altos cargos y el tren de enchufados del muy socialista, bolivariano, castro-chavista y narco-corrupto gobierno acudirán al histórico y sacrosanto escenario bélico a bañarse de retórica tricolor y enjabonarse con inapropiadas pompas y circunstancias, incurriendo en la más atroz de las cursilerías, cual es la cursilería nacionalista, chauvinista y patriotera –Dulce et decorum est pro patria mori, era leyenda tatuada en el brazo de abnegados guerreros y debería ser inscripción destacada en el carnet de la extorsión: ¡hay bono!–. Y si la afectación discursiva es un atentado contra el buen gusto, ¿qué decir de los aparatosos ejercicios militares y las recreaciones de legendarias confrontaciones tan del gusto del comandante galáctico y, por lo visto, parte de su inefable legado? Con una generosa ración de esa indigesta mezcolanza, la troupe del gran circo rojo intentará silenciar los borborigmos y retortijones de las tripas populares.

¿Hasta cuándo resistirá esa dieta el amansado bravo pueblo? No lo sé. Menos aún podría conjeturar hasta cuándo seguiremos martillado el mismo clavo. Una cosa es segura: se repetirá hoy el show del recuerdo, nostálgico lamento esencialmente reaccionario por un épico o bucólico y, en todo caso, idealizado o imaginario ayer. La realidad es hueso duro de roer para quienes tristemente añoran alegres vivencias pretéritas –“cuán presto se ve el placer,/ cómo después de acordado/ da dolor,/ cómo, a nuestro parecer,/ cualquier tiempo pasado/ fue mejor”, versó elegíacamente Jorge Manrique en coplas por la muerte de su padre–, negando toda posibilidad de un mejor presente, mientras el tiempo fluye irremediablemente, colocando el porvenir entre signos de interrogación. ¿Y para qué un futuro diverso al forjado a la sombra en la gallera constituyente –a la sombra del misterio trabaja el crimen, habría dicho el divino Simón–, caja de Pandora repleta de triquiñuelas dispuesta a satisfacer caprichos de un capitán bellaco, ahora empoderado como nunca antes? A su voluntad queda sujeto el fraudulento presidente, reducido a duplicado de un muñeco porfiado, tentetieso que, movido en cualquier dirección, vuelve siempre a quedar de pie. ¡Qué buen mascarón de proa para una nave al garete y en riesgo de zozobrar!

Es pertinente insertar aquí una aclaratoria: pude haber tildado de granuja al plenipotenciario prostituyente, mas elegí el sinónimo bellaco por ser anagrama de su capilar apellido, a fin de no suscitar confusiones respecto al destinatario de la presente descarga. Lo hice porque en principio acaricié la idea de titular estas líneas “En busca del honor perdido del capitán bellaco”; pero sentí que era una falta de respeto a la obra de Marcel Proust y, especialmente, a la narrativa de Heinrich Böll (1917-1985), escritor germano distinguido con el Premio Nobel de Literatura en 1972 y quien fue tenido por sus contemporáneos como la conciencia moral de la dividida Alemania de posguerra, calificación que no aprobaba en absoluto, argumentado era producto de la escasa conciencia de quienes se la endilgaban. A su talento creativo debemos una novela breve –El honor perdido de Katherina Blum–, llevada al cine, en 1972, con fidelidad no exenta de calidad, por sus compatriotas Volker Schlöndorff y Margarethe von Trotta, donde se detalla cómo la pérfida combinación de acoso policial y prensa amarillista destruye la reputación de una sencilla mujer cuyo delito fue enamorarse de un hombre perseguido por la policía secreta.

En una las películas, financiadas por los gobiernos que decía adversar, un cineasta afecto al chavismo nos mostraba a un individuo, recién salido del baño después de haber hecho el amor con la infiel esposa de un oficial cornudo, cubriendo su desnudez con una toalla en la que, bordeando el escudo de la guardia nacional, se leía el eslogan “el honor es su divisa”; el gag le hizo gracia a un condicionado, ¿alienado?, público acrítico y naturalmente de izquierda, ¡bravo!, ¡ja-ja-ja!, ¡clap-clap-clap! Recordé la escena cuando volvió a copar el espacio mediático la querella del todopoderoso vicepresidente del partido oficialista contra El NacionalTal Cual y La Patilla. A diferencia de la humilde trabajadora doméstica nacida en un lugar ignorado en los mapas y atlas europeos, quien, al no poder restaurar su mancillado honor, mató al responsable de su desdicha, el nativo de El Furrial, pueblo engrandecido con su natalicio, buscó recuperar, ante los tribunales a su servicio, un honor que, por dudoso, mal pudo haber extraviado, y hacerse de unos centavos o, fantaseó, adueñarse de El Nacional. Hasta soñó con cambiarle el nombre. De ilusiones también viven los vivianes. Poco podríamos agregar a este episodio de la picaresca populista, si no fuese porque el Nuevo Herald de Miami, publicó una información radiada por el periodista dominicano Omar Haza, aseverando que autoridades norteamericanas le confiscaron 800 millones de dólares al frustrado editor y cancelaron la visa estadounidense a su hija. Su reacción se limitó a un nada sublime y deplorable trino (procurando ser irónico, quedó en ridículo). ¿Por qué no demandó a los presuntos difamadores? No encontró forma de sacarle un cobre a las imputaciones en su contra y se mordió la lengua. A este incivil el honor le sabe a soda: no le escarnece quien quiere, no; pero sí quien, de acuerdo con sus codiciosos cálculos, tiene cómo bajarse de la mula en contante y sonante. Para eso están los tribunales revolucionarios. Hoy será honrado en el carabobeño campo del honor patrio, mientras en las cárceles se tortura a oficiales implicados en conjuras fraguadas a objeto de sustanciar expedientes a la dirigencia opositora. Es manera muy sui géneris de devolverle al bellaco venido a más la honra traspapelada, pueda levantar cabeza y desfilar con el mazo al hombro y, si el padrino lo deja, arengar con las 50 palabrotas de su compacto y altisonante vocabulario a la soldadesca y al público de galería que, en el fondo, abominan de su arrogante guapura de barrio. ¿Dios, qué me has dado?, se preguntará un perplejo porfiado.

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