¿Qué válidas razones nos asisten para imaginar que estos partidos desvencijados y carentes de toda densidad política, intelectual y moral serán capaces de ponerle un fin a la tiranía y que esta población mermada física y espiritualmente tendrá la fuerza como para salir a la calle y vengar sus agravios? ¿Comprenderá por fin la región que debe intervenir en nuestro conflicto para erradicar sus causas y proteger sus propias naciones? No tengo las respuestas.

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No quiero imaginar en dónde estaría y adónde hubiera podido llegar Venezuela si sus clases y sectores dominantes en lugar de hacerle la guerra al proyecto intentado por Carlos Andrés Pérez –modernizar las estructuras políticas, económicas y sociales venezolanas, poniéndolas a tono con los avances de la globalización que se estaban imponiendo en el mundo– hubieran permitido y coadyuvado para que la sociedad venezolana, unida y acordada, lo hubiera respaldado y los gobiernos sucesivos le hubieran asegurado continuidad a sus logros y el país hubiera avanzado de consuno para consolidarlo hasta transformar la Venezuela democrática de fines del siglo XX en la Venezuela democrática del siglo XXI. ¿Qué sería hoy de Venezuela? ¿Dónde estaríamos? Si así lo hubiéramos querido nadie hubiera podido impedírnoslo. Ningún rey, ninguna corona, ningún imperio, ningún comandante, ningún caudillo. Fuimos, somos y seremos los únicos responsables de nuestra catástrofe.

Si tras dos años de gobierno, la inflación y el desempleo habían sido controlados hasta llevarlos a cifras perfectamente cónsonas con el desarrollo que se buscaba, el PIB había crecido 9,5%, el desarrollo de la exploración y la incorporación al refinamiento del petróleo pesado de la faja bituminosa del Orinoco había aumentado la producción y la exportación de nuestra principal fuente de riqueza hasta proyectar 6 millones de barriles diarios a mediano plazo, el aumento de la producción de distintos rubros de consumo interno permitían avanzar hacia una mayor independencia económica y un mayor control de los gastos en divisas para la adquisición de bienes suntuarios, la apertura de los distintos mecanismos burocráticos necesarios para incentivar el emprendimiento y la creación de puestos de trabajo y la anulación de los mecanismos que permitían la corrupción estatal, así como la descentralización, la elección directa de gobernadores y alcaldes permitían una relación mayor y más fluida entre los electores y los elegidos y una evidente democratización del Estado, ¿dónde estaría Venezuela hoy, veinticinco años después? ¿Con qué fondo de reservas estratégicas hubiéramos podido contar bajo gobiernos austeros y honrados?

Lo que en cambio sí ha sucedido es una tragedia histórica de dimensiones incalculables, solo comparable con el espanto, la disgregación y la automutilación causada por las guerras de independencia entre 1810 y 1824, debida a la ambición de los sectores aristocráticos representados por Simón Bolívar. Los mismo que dos siglos después, mutatis mutandi, al regresar del reconocimiento que los dirigentes del Foro de Davos, Suiza, le hicieran a Carlos Andrés Pérez y su gobierno por sus grandes logros en materia de control, productividad y modernización del Estado y la sociedad venezolanas, se unieran al golpismo más cerril, bárbaro y salvaje para quebrarle el espinazo a dicho proyecto. Abriendo un abismo en el débil entramado de dominación socio-político precisamente en medio del cambio fundamental en el que se encontraba, dislocando las débiles alianzas que lo habían hecho posible, generando una crisis política y social sin precedentes y terminando por fracturar a la sociedad, abriéndole las puertas al aventurerismo castrocomunista que llevaba cuarenta años acechando por invadir Venezuela y apoderarse de sus fuentes de riqueza.

Ni Acción Democrática ni Copei, los dos partidos fundamentales del sistema político de la época, aprobaban o veían con buenos ojos los cambios que comenzaban a hacerse inevitables y que, al cambiar las estructuras, incidirían sobre un cambio de la llamada superestructura ideológica y política. Tanto AD como Copei eran organismos clientelares nacidos y crecidos a las sombras del Estado intervencionista, al igual que el empresariado capitalista, industrial y financiero. Sin que ni siquiera los mismos protagonistas del profundo cambio que se estaba llevando a cabo tomaran plena conciencia de los intereses tradicionales que herían mortalmente. La sociedad quedó a la deriva. Consumidos por el cortoplacismo y prisioneros de sus intereses tradicionales, AD y Copei, detrás de sus mascarones de proa –Copei, ya fracturado entre el paternalismo preconciliar, populista y reaccionario de Rafael Caldera, y los intentos de modernización de Eduardo Fernández u Oswaldo Álvarez Paz; y AD, definitivamente devorado por el populismo reaccionario de Alfaro Ucero y la voracidad del clásico arribismo socialdemócrata– decidieron enfrentarse al proyecto modernizador de Pérez, respaldar al golpismo militarista, pescar en aguas revueltas y permitir que el sistema se viera atropellado por el golpismo y el castrocomunismo, que le venía a la zaga. Venezuela había perdido toda compostura. Pescar en río revuelto se convirtió en la consigna de políticos de todos los partidos, grandes y pequeños, empresarios, dueños de medio, dirigentes de gremios y sindicatos, académicos y abajo firmantes. Fue un asalto a plena luz del día, con premeditación, en despoblado y con alevosía. Los responsables consignaron su traición con sus imágenes, firmas, nombres y apellidos. Era una gracia, no una morisqueta. Y contó con la absoluta unanimidad de los venezolanos, bajo la inspiración y la dirección de las clases altas y medias, que el pueblo, luego de protagonizar el ominoso saqueo del Caracazo, observó el apocalipsis desde las galerías.

Después de un interludio de algunos meses, mientras Pérez era encarcelado junto a su ministro Izaguirre y se daba inicio a la persecución de sus ministros estrellas, se protagonizó el asalto al poder –fue la clave de los partidos, con Caldera y el chiripero a la cabeza–, preparando la entrega del país, primero al golpista que debidamente perdonado arrasaba en un deslave electoral, luego al castrocomunismo cubano, que esperaba sentado por la ocupación de Venezuela. La más aviesa de las traiciones desde la de 1812 de Simón Bolívar a Francisco de Miranda estaba por consumarse.

Fue el comienzo de la tragedia.

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Es una cruenta ironía de la historia que por lo que bien podría llamarse una discreta “intervención humanitaria”, tan reclamada hoy a voz en cuello por la inmensa mayoría nacional, ofrecida al comienzo de su mandato por el presidente Carlos Andrés Pérez para brindarle protección a la presidente de Nicaragua Violeta Chamarro, con recursos de su partida secreta, para que fortaleciera su aparato de seguridad, asediada como lo estaba por el castrocomunismo sandinista de entonces y que convertida por décadas en una sangrienta dictadura dirigida por Daniel Ortega y su esposa ha asesinado a centenares de inocentes, Pérez Rodríguez fuera echado a las fieras judiciales del golpismo al acecho en una conspiración de vastísimos alcances liderada por Ramón Escovar Salom y José Vicente Rangel, con el respaldo de Rafael Caldera, Luis Alfaro Ucero, Teodoro Petkoff, Luis Miquilena, comunistas y radicales de izquierda en pleno, amén de los más destacados dirigentes de la propia Acción Democrática, como Lewis Pérez, Luis Raúl Matos Azócar y Henry Ramos Allup, entre muchos otros, el proyecto modernizador se desbarrancara, el Estado de Derecho saltara por los aires, la institucionalidad fuera liquidada o pervertida, y cuarenta años del mayor esfuerzo por instaurar un régimen de libertades democráticas fueran hundidos para siempre. Llevándose consigo a la propia República.

CAP sabía que no era él el objeto exclusivo de la conspiración de todos –salvo dos o tres intelectuales y algunos políticos silenciosos, nadie quiso u osó asistirlo en la tragedia–, sino la Venezuela democrática a la que él sirviera. Y, plenamente consciente del horror que arrastraría al país de la mano del golpismo cívico militar a su siempre latente desintegración, declaró sin ambages que más hubiera preferido otra muerte. Lo acompañaban en la distancia mediática muy pocos seres íntegros y decentes: recuerdo, excepcionalmente, a Luis Ugalde, a Manuel Caballero y a Juan Nuño. Del resto, el país se había embriagado en una borrachera de irresponsabilidad y aventurerismo sin medida. Hacer leña del árbol caído se convirtió en deporte nacional. Los ladrones, asesinos y estafadores se sobaban las manos: de Chávez hacia arriba y hacia abajo se robaron millones de millones de dólares en el festín más escabroso jamás disfrutado en América Latina y posiblemente en Occidente. Con la santificación, la complicidad y la alcahuetería de las izquierdas marxistas y socialdemocráticas y el aplauso del castrocomunismo hemisférico: de Argentina a España y de México a la Patagonia, las izquierdas castrocomunistas celebran la tragedia. Aún no comprenden la magnitud de nuestra tragedia ni miden las consecuencias del desastre. Si han tolerado una dictadura inamovible que ya cumplió sesenta años, legitimada ya por el Departamento de Estado de Estados Unidos, el Estado Vaticano y todas las naciones del mundo, ¿por qué no tolerar, aceptar y legitimar a sus satrapías, Venezuela y Nicaragua, como en sus tiempos se tolerara a la Unión Soviética y a todas sus dictaduras satélites, a la China comunista y a Vietnam del Norte?

¿Qué válidas razones nos asisten para imaginar que estos partidos desvencijados y carentes de toda densidad política, intelectual y moral serán capaces de ponerle un fin a la tiranía y que esta población mermada física y espiritualmente tendrá la fuerza como para salir a la calle y vengar sus agravios? ¿Comprenderá por fin la región que debe intervenir en nuestro conflicto para erradicar sus causas y proteger sus propias naciones?

No tengo las respuestas.


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