Muchos se preguntan por qué algunos ciudadanos regresan al país a sabiendas de que volverán a pasar trabajos e, incluso, que serán detenidos al pisar tierra venezolana, como sucedió con el dirigente estudiantil Jon Goicoechea o el presidente de la antigua Confederación de Trabajadores de Venezuela Carlos Ortega. Por supuesto que no nos referimos aquí a aquellos que sirven al gobierno en su labor de propaganda, sino a los que lo hacen motu proprio. Y es que la tierra llama y llama con fuerza, estés donde quiera que estés. Son conocidas, por ejemplo, las anécdotas del fallecido dirigente español Santiago Carrillo y los disfraces que utilizaba para entrar y salir de España en la época de Franco, o el caso del cineasta chileno que inmortalizó Gabriel García Márquez en su texto La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile. De ahí que el tres veces exiliado Rómulo Betancourt llegara a calificar ese permanecer alejado del país como vivir en un cuartucho de hotel barato.

En la historia de Venezuela tenemos, en este sentido, un caso muy sonado. Después de que José María España fuera descubierto tras la conspiración independentista que llevó a cabo conjuntamente con el capitán Manuel Gual, huyó hacia Trinidad. Al año y medio aproximadamente no soportó más el exilio y regresó a La Guaira. Allí estuvo unos meses, pero cuando su esposa quedó embarazada comenzó a levantar sospechas hasta que un día fue traicionado por uno de sus esclavos. Entonces fue llevado a la Plaza Mayor de Caracas, donde fue ahorcado y su cuerpo descuartizado y expuesto, como escarmiento, en varios lugares de la ciudad.

Así, pues, es bueno saber que no solo sufre el que está adentro, sino también el de afuera, el que no resistió más y se fue. Los de adentro se sienten humillados hasta extremos indecibles, coaccionados arbitrariamente en todos los sentidos, y los que están afuera quedan atrapados en sus recuerdos, extrañando la compañía de los suyos. A estos últimos les atormenta sobre todo el no saber si la decisión que tomaron al dejar todo atrás fue la correcta. Tal vez es por todo ello que para los antiguos griegos el ostracismo, o destierro, era una condena casi peor que tomarse la cicuta. En la tragedia de Sófocles conocida como Filoctetes, por ejemplo, el héroe, después de ser mordido por una serpiente, es abandonado en la isla de Lesbos por sus compañeros de armas debido a la pestilencia de sus heridas y a sus gritos de dolor. Allí vive de forma solitaria por diez años. El mal que experimenta no solo es físico sino también espiritual, es un padecer que le hace quebrar la voz, que lo consume y que nunca se sacia. Se contenta cuando oye hablar a sus compatriotas que lo van a buscar, ya que lleva años sin poder utilizar su propio lenguaje; pero se niega a acompañarlos porque el sufrimiento lo ha vencido y su ser se ha convertido todo en una herida.

Los que han causado tanto daño y se han cebado con el pueblo llano no saben, o no quieren saberlo, que un día –porque todo llega y nada es para siempre– en el mejor de los casos tendrán que abandonar también el país y desprenderse de sus familiares, entonces conocerán el verdadero valor de lo que se ha denominado patria, palabra que ellos han usado a discreción y sin ningún rubor.


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