Dos nuevos gobiernos populistas se inauguran en la escena latinoamericana: el de Andrés Manuel López Obrador en México y el de Jair Messias Bolsonaro en Brasil. Es prudente mirar de cerca las condiciones en que estos dos nuevos presidentes han accedido al poder.

Ni en un caso ni en el otro el electorado ha votado por los partidos políticos como solía ocurrir hace unos años, cuando los credos de las instituciones políticas tradicionales y la orientación principista de sus propuestas enamoraban al electorado. Estos dirigentes populistas de nuevo cuño están asentando sus liderazgos sobre el descontento creciente de la población de pocos recursos –la verdaderamente numerosa– y en la clase media debilitada, que se acerca a las urnas no a manifestar apegos, sino a evidenciar su ira y su descontento.

No es casualidad que lo que anima su virulencia es en cada caso lo mismo: la corrupción rampante, la inseguridad y el crimen desbordado, el fracaso de los valores esenciales, la indiferencia de los gobiernos y de los políticos frente a los malestares sociales, las condiciones de vida que se tornan inmanejables para el hombre de la calle.

Por eso se producen virajes tan determinantes como los que están por ocurrir en dos inmensos países del nuestro continente.

También ocurría así cuando en la Venezuela de hace más de dos décadas los votantes se acercaban a las urnas a respaldar los programas de gobierno de los partidos de su elección, hasta que el voto iracundo de protesta por Hugo Chávez y su antipolítica cambió el rumbo del país con el resultado que hoy conocemos.

Esta nueva forma de populismo que se inaugura en México y Brasil, que se asienta sobre el desengaño y el malestar del votante y que atrae a las poblaciones a virar hacia experimentos políticos novedosos, contiene dentro de sí el germen de situaciones en extremo complejas si los nuevos líderes en el poder no logran muy temprano en el ejercicio de su cargo enderezar los entuertos que la población airada reclama.

Estos dos países hermanos tienen ambos en su interior una verdadera bomba de tiempo. Provocar cambios instantáneos y radicales en sociedades tan desiguales y en economías tan complejas como las dos que nos ocupan es una cuesta inmensamente empinada. La paciencia del colectivo harto de engaños, decepcionados e iracundos por el olvido de sus necesidades más primarias, las clases medias empobrecidas no tardarán en mostrar su desencanto a través del desaguadero de la violencia callejera, lo que es la antesala del caos. Lo estamos viendo en el caso de los chalecos amarillos que han paralizado la capital de Francia los dos últimos fines de semana.

Cuando la revuelta popular enciende las calles y la violencia sustituye la calma, cuando ya nadie cree en nadie, los retos de los gobernantes se tornan distantes. El carisma de los nuevos líderes, tan inmensamente útil en la etapa electoral, no resulta suficiente para atacar los males de los países y producir resultados al paso que se necesita. Es en ese momento cuando desde el gobierno la palabra “dialogar” pierde su fuerza, porque se transforma en “ceder”. Y la alternativa de la represión se vuelve la única vía posible.

Esa y no otra es la razón por la cual los populismos demagógicos irracionales e irresponsables no son capaces de llevar a los países a derroteros plausibles. La rebelión social y el fracaso terminan siendo la regla.


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