Hace años, digamos febrero de 1992, pero antes del 4 de ese mismo mes, un político que había sido concebido (literalmente hablando) y educado para presidente de la república (alguien dijo que el primer regalo que le hicieron cuando cumplió apenas un mes de nacido fue un pequeño smoking con una bandita tricolor) estaba contentísimo, pues todo indicaba que al fin iba a lograr su sueño: sería presidente de la republica, tal como su mamá se lo había pronosticado cuando aún estaba nadando en el liquido amniótico.

 Las encuestas le daban un sólido 36% de intención del voto. Su contrincante más serio, que ya asomaba su candidatura, tenía apenas 6% de las intenciones de los votantes. El primero se llamaba Eduardo Fernández y el segundo Rafael Caldera.

Parecía que todo estaba preestablecido, funcionaba lo que se ha llamado “política politizada”, que Jon Elster describe como una situación en la cual todos los actores políticos y sociales juegan dentro de límites aceptados y comprendidos por todos: reglas establecidas, pautas y normas de conducción política previamente establecidas aceptadas por todos. La lucha política se establecía de común acuerdo dentro de la frontera de lo posible.

Sin embargo, ese paradigma ya había colapsado. El país se inscribía dentro de nuevas formas de hacer las cosas y cuando el 4 de febrero, en medio de la intentona golpista, Fernández aparece defendiendo la Constitución y al régimen democráticamente elegido hace caer sobre su espalda, lo cual es realmente un misterio, una maldición gitana y nadie jamás volvió a creerle nada, ni siquiera 20 años después.

¿Qué le pasó a Fernández?  Más allá de su vocación democrática, él pensó actuar con prudencia. Pues  ya tenía 36% de la intención del voto y para que eso se materializara tenía que haber elecciones y si el golpe hubiese tenido éxito, hubiese dicho adiós a sus sueños. Actuó en correspondencia a la política politizada y homologó prudencia con éxito político. Allí se j…. para siempre.

Caldera entendió que el paradigma dominante era otro, el país se movía dentro de lo que se ha llamado la “política que politiza” situación, también descrita por Elster, donde se recrean permanentemente las rutinas políticas y se trazan cotidianamente las fronteras de lo políticamente posible. Así que Caldera, lejos de ser prudente, fue todo lo contrario y fue “exitoso”. Mientras Fernández se movió dentro de una gramática política en la que se supone que se pueden producir juicios de validez ex-ante, pero justo en ese momento ya no se podía predecir el comportamiento de ninguno de los actores políticos y sociales. Caldera se movió dentro de una gramática que vedaba esos juicios.

Esta larga exposición viene a cuento porque hoy en el país se vive una situación similar en el sentido de que el chavismo pretendió desde sus inicios crear una nueva política politizada, una nueva gramática política, en este caso autoritaria, en la que las fronteras de lo políticamente posible estaban autoritariamente construidas. Eso era vital, pues el cálculo de los otros en situaciones autoritarias pasa por convertir a los demás en objetos de mero cálculo, en naturaleza inerte, en masa de maniobra. Reducción al máximo posible de la libertad que los otros pueden tener. El chavismo trató de imponer esa gramática que procuraba establecer lo que políticamente era posible, lo que el chavismo hacia, de lo que era imposible políticamente, que sus adversarios pretendían hacer. En esto, y como consecuencia, en todo lo demás el chavismo ha fracasado.

Ojo, pero también ha fracasado el liderazgo opositor clásico, porque en el fondo jugó dentro de los parámetros del mismo paradigma: la vieja política politizada. En la que la gramática y narración de sus actores estaba gobernada por reglas del viejo realismo político.

¿Cuál es la diferencia del nuevo liderazgo, dentro de la cual Guaidó aparece como su cabeza?. La diferencia es que Guaidó implementó una política creativa no gobernada por reglas preestablecidas, precisamente ha sido creativa porque hizo caso omiso de la reglas  e impuso lo que podemos llamar una especie de realismo político confiando en los otros.

La forma de hacer política de Guaidó se ha hecho hegemónica, pues es quien impone la agenda política de todos los días. Esta creatividad de reglas, no creatividad sobre reglas es la que ha permitido la emergencia fresca de este movimiento que aspira al cambio político, económico y social del país

Pero la recomposición democrática en una situación posdictatorial como la que vivimos hoy no es fácil.  La situación heredada desde 1989 (año del Caracazo) es una situación de “política que politiza”  en la que se recrearon  permanentemente  rutinas, relatos e identidades que todavía siguen presentes. La gente se mueve, crea sus propias normas y pretende hacerlas pasar por las normas de todos, esto preconiza una situación de anomia. El chavismo y su propuesta no resolvieron esa cuestión con la creación del “orden revolucionario”.  

La recuperación de la democracia debe evitar los dos escenarios que la amenazan. Uno, esa situación de anomia generalizada, descrita anteriormente; la otra, la de la cancelación definitiva del proceso de redemocratización por la actuación de los cuerpos armados creados durante los 20 años de chavismo más la politización de la FANB que pretende imponer sus principios autoritariamente constituidos como las normas que organicen la sociedad, lo que equivaldría a una restitución dictatorial del orden.

De allí, que necesariamente tendríamos que volver a restituir de una forma u otra un orden de política politizada en la que todos los actores convengan orientarse positivamente por normas democráticas, por supuesto que no para volver al pasado, sino para construir una mejor democracia

Ese es un escenario de anomia permanente que debe ser resuelto por la democracia restituida.  Se hace necesario evitar situaciones de anomia  generalizada en el país que está por venir, donde cada actor trate de imponer sus principios normativos como las normas constitutivas de todos; es necesario, vital, que las normas preestablecidas no agoten las rutinas requeridas para una democracia estable. En eso parece andar la nueva generación de lideres políticos.


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