Podría decirse que la política y la legítima defensa son asuntos de características diferentes, sin ninguna vinculación. Una revisión general de cada tema así lo pone de manifiesto.

En primer lugar, según el DRAE, el término “política” se define como arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados; actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos; y actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo.

Por su lado, la legítima defensa es una cuestión que atañe al derecho penal y que, según el jurista español Luis Jiménez de Azúa, es repulsa de la agresión ilegítima, actual o inminente, por el atacado o tercera persona, contra el agresor, sin traspasar la necesidad de la defensa y dentro de la racional proporción de los medios empleados para impedirla o repelerla.

Nuestro Código Penal regula expresamente dicha figura al estipular, en su artículo 65, que no es punible el que obra en defensa de su propia persona o derecho, siempre que concurran las circunstancias siguientes: a) agresión ilegítima por parte del que genera el hecho; b) necesidad del medio empleado para impedirla o repelerla; c) falta de provocación de parte del que pretenda haber obrado en defensa propia; d) el que obra constreñido por la necesidad de salvar su persona, o la de otro, no haya dado origen al peligro grave e inminente.

A pesar de que lo señalado hasta aquí parece obvio, los venezolanos que hoy sufren los diferentes males generados por el régimen de Nicolás Maduro podrían preguntarse si, ante un gobierno que actúa indiscriminadamente sin ningún apego a la ley, es legítimo defenderse con todas las acciones que sean necesarias para evitar su destrucción y la del orden democrático en su conjunto. En otras palabras, ¿quedamos eximidos de toda responsabilidad moral si ejecutamos acciones que, no estando ajustadas a los criterios éticos, nos permiten encausar las acciones del gobierno actual en el terreno de la legalidad o, de ser necesario, instaurar uno nuevo que se someta a lo que dispone la Constitución y las leyes?

Obviamente que la respuesta a la inquietud anterior no está en la disposición penal que procedimos a registrar –para llamar la atención y como gran marco de referencia– a fin de poner de manifiesto la procedencia de una acción extrema (quitarle la vida a un ser humano), cuando nos enfrentamos a situaciones excepcionales que ponen en riesgo nuestra propia vida. Sin embargo, conclusiones parecidas se fueron decantando en desarrollos que desde antiguo se han llevado a cabo en la doctrina política.

Ciertamente, en este último campo encontraremos luces sobre tan delicado asunto en los estudios que se han realizado a partir de Platón, quien fue el primero en plantear la necesidad de investigar el modo en que ha surgido un gobierno y el modo como, una vez surgido, pueda ser conservado el mayor tiempo posible.

Cuando Maquiavelo toma la batuta sobre la cuestión, la aborda con crudeza: “El que deja lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien su ruina que su preservación, porque un hombre que en todas partes desee hacer profesión de bueno, conviene que arruine a muchos que no son buenos. De donde a un príncipe le es necesario, queriéndose mantener, aprender a poder no ser bueno y usarlo y no usarlo según la necesidad”. Su posición conduce a que se califique de maquiavelismo el modo de proceder con astucia, doblez y perfidia.

El conflicto entre ética y política ha estado a la orden del día a través de los siglos, y del tema se han ocupado figuras de primer orden como Kant, Hegel, Hobbes, Locke, Schmitt, Arendt, Habermas y Rawls, entre otros. Más recientemente, haciendo uso de una teoría que se aproxima al ideal científico verificable que elimina todo juicio de valor, Bobbio señala que el criterio con base en el cual se considera buena o mala una acción política es diferente del criterio con base en el cual se considera buena o mala una acción moral. Según él, los dos criterios son inconmensurables y esa inconmensurabilidad se expresa mediante la afirmación de que en política tiene validez la máxima que dice que los fines justifican los medios.

Lo antes expuesto pone en evidencia el problema que se confronta entre nosotros, cuando un sector de la oposición califica de “inmoral” la juramentación que ante la asamblea nacional constituyente hicieron los cuatros gobernadores de la oposición que fueron elegidos en las elecciones del 15 de octubre, mientras que, por el contrario, se manifiesta que fue “digna” la decisión que adoptó el gobernador electo por el estado Zulia, de negarse a hacer la mencionada juramentación.

Ante tal forma de proceder cabe preguntarse qué ocurriría si el año entrante, de concretarse la fecha de la elección presidencial en nuestro país, el presidente Donald Trump (o el secretario general de la OEA, Luis Almagro) le pide a los opositores venezolanos que, por razones de alta política, participen en la contienda electoral con el mismo CNE de hoy. ¿Tendría entonces ese requerimiento la dignidad que hoy se les niega a los gobernadores de AD? Y más aún, ¿en consideración a la doctrina política y las necesidades profundas del país, debería la dirigencia nuestra del momento apoyar dicha propuesta con el solo apego a las motivaciones políticas que la justifican y nada más?

Ahí les dejo el dilema a nuestros aguerridos amigos opositores que toman todas sus decisiones políticas con estricta adhesión a la moral y el deber ser.


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