En un escándalo que no deja títere con cabeza, España se encuentra conmocionada por el fraude en que habrían incurrido sus dirigentes políticos al alardear de títulos académicos obtenidos con malas artes. Albert Rivera, de Ciudadanos, obtuvo su licenciatura y, en tiempo récord, su maestría en el mismo año. Pero, en este cruce de acusaciones, quienes quedan peor parados son Pablo Casado, líder del derechista Partido Popular, y Pedro Sánchez, jefe de gobierno y cabeza del Partido Socialista Obrero Español.

Por ahora, está suficientemente acreditado que el Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos operaba como un órgano del Partido Popular, encargado de repartir títulos de maestría a algunos de sus dirigentes. Como beneficiaria de uno de esos títulos de fantasía, que ofenden a los estudiantes que debieron trabajar duro para merecerlos, Cristina Cifuentes se vio forzada a renunciar a la presidencia de la comunidad de Madrid. A Pablo Casado, de los 22 créditos que debía cursar, le reconocieron 18 de los ya aprobados en pregrado, lo exoneraron de elaborar una tesis de maestría y, respecto de los 4 créditos faltantes, sin tener que asistir a ninguna clase, le autorizaron presentar 4 trabajitos que, en total, sumaban 92 páginas. ¡Así se obtiene un máster en la URJC! Aunque, en una rueda de prensa, Casado mostró esos 4 trabajitos, no permitió que los periodistas pudieran verlos y examinarlos.

Pedro Sánchez obtuvo su doctorado en la Universidad Camilo José Cela, que tampoco tiene una reputación que cuidar. Aparentemente, Sánchez cumplió con los requisitos para someter su tesis doctoral y, por el momento, no se han detectado indicios de plagio. No sabemos si esa tesis es buena, mala, o mediocre; pero, asumiendo que el suyo no fue un jurado de amigotes y camaradas de partido, es un hecho establecido que, entre los miembros de dicho jurado, no había ningún académico de prestigio o investigador con una trayectoria reconocida; en el mejor de los casos, el acto de discusión de esa tesis fue una mera formalidad, encomendada a quienes no tenían interés ni preparación para proceder a un examen serio y riguroso.

La política y la academia son dos mundos diferentes; se tocan, pero no se confunden. Desde los tiempos de Platón y Aristóteles, pasando por Maquiavelo, Ronald Dworkin o Norberto Bobbio, los intelectuales siempre han tenido interés en estudiar la política, comparar constituciones y diseñar modelos de gobierno o tipos de sociedad; pero, salvo contadas excepciones (como Lord Acton, Henry Kissinger y algún otro), los estudiosos se han mantenido al margen de la lucha por el poder. Estadistas de la talla de F. D. Roosevelt, De Gaulle, Churchill o Lázaro Cárdenas, e incluso charlatanes y fanáticos como Hitler, Mussolini, Franco o Stalin, pueden haber buscado la asesoría de los teóricos, pero nunca pretendieron ser académicos; ellos eran hombres de acción. La política necesita gente preparada, pero no embaucadores de oficio.

Debido al abismo que separa esos dos mundos, hasta ahora, la academia nunca había servido como la trastienda de los políticos, proporcionándoles un lustre que no tienen y que, tal vez, no necesitan. Mientras la universidad es el único reducto de la meritocracia, la lucha política nunca ha estado reservada a los intelectuales, por lo que incluso sargentos y líderes sindicales se han creído calificados para gobernar un país. Si algo ha cambiado, el baldón recae en las instituciones y en los jurados que se han prestado para el compadrazgo y el amiguismo regalando títulos académicos, con total desvergüenza, a quienes tienen como único mérito ser sus compinches o correligionarios. Quienes desprestigian la academia no son los políticos, sino los miembros de un jurado indulgente y bonachón.


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