En tiempos de Homero, un simple soldado, llamado Tersites, tuvo el coraje de levantar su voz para expresar la opinión de la tropa y vituperar las arbitrariedades del rey Agamenón; por provenir de un hombre común y por considerar una insolencia que alguien se refiriera así al tirano de turno, ese acto de rebeldía fue reprimido por la fuerza. Aunque Tersites terminó vapuleado nada menos que por Ulises, esta es la primera vez que la historia registra la reivindicación de la libertad de expresión, la cual terminó imponiéndose en la antigua Grecia. Quiero enlazar esta anécdota con un viejo precepto jurídico, heredado de la Revolución francesa, que dispone que no hay delitos sin una ley previa que los tipifique como tales, y que las únicas penas que se pueden imponer son las que indique una ley anterior al hecho que se pretende castigar (Nullum crimen nulla poena sine lege praevia). Pero la revolución bolivariana ha acabado con esos principios, imponiendo ukases enteramente ajenos a la historia de la libertad. Así lo atestigua la decisión de un tribunal militar que, en días recientes, ordenó la libertad de Adriana Granadillo, una estudiante de medicina acusada de “conspiración”, pero con la condición de que no puede declarar en los medios de comunicación social. Olvidemos, por ahora, lo absurdo que resulta acusar a una estudiante, casi adolescente, de “conspirar” contra un régimen omnipotente, para concentrarnos en las condiciones de su libertad.

A pesar de tener lo que uno de sus secuaces ha llamado “la hegemonía comunicacional”, no es la primera vez que este régimen recurre a una medida como esta, ofreciendo a sus rehenes políticos la libertad a cambio del silencio. No objetamos que un tribunal pueda disponer la libertad condicional de una persona procesada por un delito; pero es impropio de un Estado de Derecho el que esas condiciones suspendan o anulen el ejercicio legítimo de un derecho humano fundamental, garantizado por la Constitución, y que, como tal, no se puede suspender ni aun en estado de sitio. Sobre todo, llama la atención ese tipo de “condiciones” cuando el delito que se le imputa al procesado es un delito político, que supone la existencia de distintas visiones del tipo de sociedad que queremos, y que el resto de los ciudadanos tenemos derecho a conocer.

En el Código Penal venezolano, los delitos tienen previsto, como pena, la privación de libertad por un tiempo determinado, ocasionalmente con la pena accesoria de inhabilitación para ocupar cargos públicos. En los casos menos graves, la sanción es simplemente una multa. Sin embargo, ninguna disposición penal castiga la comisión de un delito con la suspensión del ejercicio de la libertad de expresión que, por lo demás, es imprescindible en el funcionamiento de toda sociedad democrática. Si ningún juez puede condenar a una persona a perder su derecho a expresarse sobre asuntos de interés públicos, resulta absurdo que un sargento, o un caporal, pueda imponer esa medida incluso sin que haya una sentencia condenatoria. Dicha medida es una pena anticipada, que no está prevista por la ley, que nunca podría ser parte de una sentencia, y que pretende silenciar a Adriana Granadillo (como a muchos otros, antes que ella), impidiendo que pueda comunicar ideas e informaciones sobre asuntos públicos de interés para los venezolanos.

Porque los asuntos del Estado son los asuntos de todos, hace más de 26 siglos, Solón dictó una ley que obligaba a los atenienses a no permanecer neutrales y participar en el debate público, castigándolos con la pérdida de la ciudadanía en caso de no hacerlo. Ahora, en cambio, torciendo reglas de derecho bien establecidas, un kapo, al servicio de una tiranía, pretende amordazar a una ciudadana preocupada por el rumbo que lleva Venezuela.


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