La Organización de Estados Americanos es un reflejo de las contradicciones propias de sus Estados miembros, donde impera el sistema de oligarquía de partidos, en unos más que en otros.

En esencia, se trata de países donde el poder político está en manos de estas franquicias, denominadas partidos, que les han arrebatado ese poder a los ciudadanos que dicen representar.

Las oligarquías de partidos tienen protocolos propios que son trasladados a los organismos internacionales en los que participan, como la OEA, por ejemplo. La retórica ambigua y banal es parte de estos protocolos. Una retórica inspirada en una corrección política que no define ni resuelve nada, sino que solo busca complacer intereses y agendas contradictorios. También lo son esos mecanismos de falsos consensos que, al intentar quedar bien con todo el mundo, solo producen decisiones incoherentes y absurdas.

La última resolución de la OEA sobre la grave situación en Venezuela es un reflejo de esa cultura de consensos y de lo políticamente correcto. Luego de enumerar y razonar las causas por las cuales la OEA debe desconocer el régimen ilegal e ilegítimo de Nicolás Maduro, la resolución remata con un maniqueo y tibio llamado a un gran diálogo nacional con todos los actores políticos, donde se definan las condiciones para un nuevo proceso electoral.

Diálogo, negociaciones y elecciones son los atajos que le han permitido al régimen chavista ganar tiempo, abortar las crisis y aumentar su influencia política y militar. Estas fórmulas que ya deberían estar descartadas para abordar la crisis en Venezuela, ahora vuelven a ser hábilmente rescatadas en una resolución de la OEA que torpemente intenta regresar a situaciones superadas; situaciones que ya han sido destrozadas por la realidad.

Hay que reconocer que en forma individual varios de los países que suscriben esta resolución de la OEA han apoyado decididamente la recuperación de la libertad en Venezuela, incluso con acciones concretas. Pero al entrar en las arenas traicioneras y movedizas de la diplomacia y la política internacional, la intensidad de ese respaldo queda completamente desnaturalizado en una resolución que admite la gravedad del problema, pero que al mismo tiempo fracasa a la hora de articular con coherencia un plan de acción para atacarlo.

Es difícil que la OEA colectivamente pueda producir algo más que otro documento de conmiseración con los venezolanos por la tragedia de sufren bajo las garras del chavismo. No así algunos de sus Estados miembros, que de forma individual se verán obligados a intervenir militarmente –aunque hoy no lo admitan o no lo entiendan– al margen de las tibiezas de la OEA, para ocuparse de una crisis que desde hace tiempo dejó de ser exclusivamente de los venezolanos.


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