“No tienen inteligencia, sensibilidad humana, racionalidad ni simpatía por cosa alguna que no sea una dopamina llamada mando”

En asentamientos indoeuropeos originarios (100 a. de C, Edad de Hierro), la agricultura fue tan imprescindible como la pesca y la ganadería porcina. Con la cosecha de cebada hacían pan, e igual sabían cómo fermentar granos para producir cerveza: entre las populares, una sustancia psicoactiva sin la cual no habría sido posible mantener felices a los hombres. Los romanos, cuyo imperio sería derrotado por grupos etnolingüísticos, tenían sembradíos de uva que usarían para elaborar vino. Pero el alcohol no alcanzó el status alucinante del “poder de mando político-militar”: la única droga (entre las heroicas) no invasiva del ser físico. Se ejerce. Su letalidad se debe a que altera irrefrenablemente nuestros sentidos, transportándonos hacia un mundo en el que los valores morales o éticos no existen.

En el curso de la posmodernidad, alcohol y poder continúan siendo protagonistas de un suceso fenomenológico que llamamos existencia. Excepto en naciones devastadas como Venezuela, en la que un régimen de vándalos impuso que los alimentos y las bebidas sean inaccesibles para la mayoría de los ciudadanos, todavía se consume heroica para celebrar cualquier suceso (sea o no importante).

Es goce y desahogo, hedonismo. Muchos europeos beben vino o cerveza diariamente, para acompañar comidas o copular. Mirar y escuchar a sociópatas dopados con “poder de mando político-militar” asusta a los seres menos inhumanos: porque pueden –súbita y caprichosamente– ordenar ejecuciones extrajudiciales, secuestros, simulaciones de hechos punibles y encarcelamientos. A un borracho le das café o lo desintoxicas con Vitamina B.

–¡La humanidad será esclava de la “raza aria”! –exclamaba un dopado nazi genocida, poco antes de la Segunda Guerra Mundial que infaustamente propició.

–¡Exprópiese! –gritaba, con “sobredosis de mando”, un venezolano desquiciado, ya afortunadamente “en situación de difunto”.

No me asombra observar zorrillos enanos, obesos y hasta gigantes levantar sus patas izquierdas (en ceremoniales político-castrenses) para jurar que infligirán daño. Aquí padecemos animales que arrogan poder sobre la vida, muerte y bienes públicos o privados. Lo vociferan en tribulaciones multimediáticas. Como ebrio que habla solo en una esquina de barriada, levanta sus brazos y con sus dedos índices señala suyas viviendas o establecimientos comerciales. Luego aprieta sus testículos y danza, porque presume haber fornicado con todas las damas bonitas del país.

La cúpula de la tiranía venezolana ha permanecido tanto tiempo dopada que se decapitará. Su brutalidad y crueldad tendrán curación con su propia hoz y martillo. No es anhelo, solo capnomancia. Puedo oler humo de vindicta, escuchar alaridos de bárbaros y percibir despojos diseminados por toda nuestra malograda República.


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