¡Cómo surgen las vocaciones será siempre un misterio! Hay quien toca la tuba con particular esmero, un instrumento que pareciera emerger del precámbrico, en lugar de la flauta o el pícolo, que el ejecutante puede llevar consigo en el bolsillo de la camisa. Alejandro Otero afirmó que en su casa natal en El Manteco, estado Bolívar, una de las vigas del techo estaba pintada de azul y que de esa circunstancia nació su vida consagrada al arte. Puede que sea cierto, ¡pero puede ser también que Alejandro estuviera mandándose la parte! En la casa donde nací había una vitrina que guardaba una esmerada colección de novelas españolas. Pudiera ser que mi hermano Gustavo lo hiciera, pero nunca lo vi abrirla, sacar un libro y leerlo. Trajinar novelas no era algo frecuente en aquella casa que, sin duda, cultivaba propósitos y ocupaciones de mayor utilidad. Para decirlo de una vez, el trabajo de mi vida siempre ha sido tan inútil como el canto del ruiseñor. Ignoro por qué aquellas novelas le interesaban al niño que yo era, sobre todo cuando nadie me dijo que las leyera o me obligara a encontrar gusto en hacerlo. He buscado explicaciones y he acabado por aferrarme a la idealización de mi madre que murió cuando apenas alcanzaba yo los 11 años. He terminado por aceptar que los cuentos que ella me contaba eran los argumentos de los libros que leyó cuando era una niña acomodada que no podía ocultar los vestigios de su linaje aunque con los años la familia se viniera a menos. De manera que las vacilaciones de Hamlet o las angustiosas peripecias de Jean Valjean me resultaron familiares cuando me llegó el turno de conocerlas en mis propias lecturas.

Mi mamá soportó las limitaciones económicas que cercaron mi niñez, pero no pudo apartarse de las convenciones que marcaban el comportamiento de la casa. Una de estas convenciones se llamaba “el pobre”.

No se conocía entonces el término “indigente” para señalar el infortunio humano y cada casa protegía, consolaba y alimentaba a un pobre. ¡Mamá allí está “tu” pobre!”, se oía decir en el día y hora señalados para atender al indigente que, sin tocar la puerta, esperaba que se abriera el portón y recibiera los restos de la comida en el zaguán. Era un piadoso acto de caridad cristiana que, desafortunadamente, contribuía a fortalecer la mendicidad. También unas piadosas pero tenaces Hermanitas de los Pobres pasaban una vez a la semana recolectando las limosnas que podían recibir de una humilde y empobrecida clase media que entonces, antes de que el petróleo nos invadiera y transformara el alma, se conocía como “gente decente”.

El “pobre” terminaba convertido en un vago cebado en la misericordiosa facilidad de la limosna, es decir, un pícaro instalado en la mendicidad cultivando alguna llaga en la pierna solo para inspirar lástima, porque lo más probable era que llevase una astuta agenda: lunes en esta casa; martes en aquella otra; miércoles en la casa de la esquina; jueves en la parroquia vecina… asegurando los almuerzos, la muda de ropa que le regalaban aquí o allá sin hacer esfuerzo alguno para resolver sus propias urgencias o sanarse las úlceras.

“¡Recojan las sobras que son para el pobre!”. Una vez, uno de mis hermanos, irritado por la interesada pasividad del indigente y la diligencia de mi mamá por ofrecerle la ración de comida, comenzó a gritar sabiendo que el pobre lo escuchaba mientras esperaba las sobras: “¡Mamá! ¡Los pobres somos nosotros!”.

Nunca pude establecer cuándo dejaron de tocar la puerta de mi casa o cuándo dejaron de hacerlo las Hermanitas de los Pobres. ¡Desaparecieron! Nosotros dejamos de llamarnos “gente decente”, nos convertimos gracias al petróleo en clase media y los pobres comenzaron a llamarse “indigentes”. En aquella Caracas provinciana no existían marcadas diferencias entre la “gente decente” y había que colocar letreros que indicaban que una casa era “casa de familia”, porque la de más allá podía ser la casa de las “mujeres de la vida”. Esta sería una manera de contar la triste historia de las chicas de alterne, de las monjas mendicantes de ayer y de los indigentes de hoy; la crónica de una familia venida a menos porque entonces la mujer no administraba su patrimonio sino que era atribución del marido, por lo general autoritario, como el padre, atolondrado, áspero o inescrupuloso. La mía no fue una familia que mendigara socorros ni consuelos. Sin embargo, este podría ser también el oprobioso relato del tropel de desahuciados y niños realengos de ayer, pero también el de los muertos de hambre que en la hora actual el régimen bolivariano se complace en multiplicar.

La vitrina con los libros siguió cerrada hasta que desapareció cuando cada uno de los miembros de la tribu siguió su propio rumbo. También la casa se desvaneció, desapareció junto a los pobres y las Hermanitas de los Pobres, pero luego me hice otra biblioteca. Mi relación con las dictaduras militares venezolanas tienen que ver con la torturas, pero también con la desaparición de mis libros porque, que yo sepa, en los cuarteles y en las dictaduras los militares no se interesan por Rimbaud ni por Mallarmé, sin embargo, los esbirros de Marcos Pérez Jiménez, no sé con qué propósito, robaron mi libros. Comencé a hacerme otra biblioteca y hasta el sol de hoy no me la han “expropiado” los chavistas, tal vez porque ¡jamás se han interesado, no por Rimbaud ni por Mallarmé, sino por los libros!


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