Si algún saber demostró Rómulo Betancourt después de la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958 fue que el principio de la subordinación del poder militar al poder civil en un régimen democrático no es meramente opcional. Mucho más en un país como Venezuela con una larga tradición de dominio militar, practicado incluso por sus recientes aliados del llamado trienio adeco, cuando decidieron sin que les temblara el pulso derrocar a Gallegos y perseguir a sus seguidores para desarrollar un proyecto propio.

Los firmantes del pacto de Puntofijo, conscientes de esa trayectoria militarista, asumieron el ideal de un estamento militar institucional, subordinado a las leyes y a su gobierno, ajeno a la discordia política, obedientes y no deliberantes, que cumplieran con sus funciones constitucionales de garantizar el orden público democrático y la defensa de la soberanía nacional (especialmente la defensa de las fronteras), materia en que las Fuerzas Armadas tuvieron especial peso, al punto de no tomarse decisiones que hicieran temer reacciones que se especulaba podían llevarlas a atentar contra el poder político.

Paralelamente a esas responsabilidades, se les otorgó perfeccionamiento técnico y modernización, educación en áreas civiles, y el mejoramiento progresivo de las condiciones de vida de oficiales, clases y soldados, lo que contribuía a una mayor capacitación y garantizar la lealtad y la obediencia.

Sabemos que la realidad no estuvo ni mucho menos totalmente apegada a la letra, que no faltaron las intentonas golpistas ni contubernios políticos indebidos, tráfico de influencias en el ascenso de oficiales, concesiones en la conducción civil del país y sonada corrupción militar, pero el modelo funcionó en lo esencial durante cuatro décadas y su inoperancia fue seguramente concomitante con la decadencia general de la democracia política y económica que condujo al militarismo chavista.

El acceso al poder de Hugo Chávez por la vía electoral lo llevó a enarbolar la tan usada bandera de la izquierda de la unión cívico- militar –cada vez menos cívica y más militar– sin ningún límite en el ejercicio simultáneo de cargos políticos por parte de oficiales activos, lo que distorsionó definitivamente el papel de las FANB, amén de los privilegios incomparables, lícitos y sobre todo corruptos a la cúpula militar que la hace parte inseparable de la claque gobernante.

Quizá el elemento más relevante en la distorsión del desempeño de las competencias de las FANB es el abandono de la defensa de la soberanía nacional al quedar supeditadas a los servicios de inteligencia cubanos, debido a la obediencia ordenada por su general en jefe con la anuencia del Alto Mando, que canjeó un know how de inteligencia que le daba confianza para mantenerse en el poder por gigantescos recursos petroleros. Cooperación que trajo entre otras consecuencias la de colocarse en la órbita de alianzas de Cuba con Guyana con lo cual se abandonó la reclamación del Esequibo, por citar el caso más emblemático de la alteración de las funciones más esenciales de los venezolanos armados.

En la dramática coyuntura política que vive hoy Venezuela, caracterizada por un abrumador rechazo popular e internacional al gobierno de Maduro, que encuentra sustento solamente en la cúpula militar que bloquea la posibilidad del cese de la usurpación para abrir los caminos del entendimiento, se clama por un pronunciamiento significativo de las Fuerzas Armadas como elemento decisivo para abrir las puertas grandes de la democratización del país.

Pero sea cual sea el camino para salir de esta pesadilla, en una nueva Venezuela el pan deberá volver a ser pan y el vino, vino. Dicho de otra manera, los militares deberán volver a sus cuarteles a defender la seguridad nacional y los civiles a gobernar de acuerdo con los principios universales de la democracia. Esa separación pareciera el mejor síntoma de modernidad y la madurez de las sociedades avanzadas y libres; y en lo inmediato es el centro mismo de lo que debemos mover para alcanzar los senderos de la democracia.


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